Hoy no se ve el Ajusco desde mi ventana; se insinúa, apenas. Recuerdo que le dije a Guillermo que escribiría una entrada sobre dicho cerro, porque siempre que lo veo recuerdo algo que él escribió a su vez sobre la presencia de nuestra montañita del sur en su devenir cotidiano, pero hoy no escribiré dicha entrada, hoy hablaré de la guerra, tan desconocida para las generaciones más recientes de mexicanos, que desde la Revolución no nos hemos visto involucrados en conflictos armados trascendentes. Es decir: por más aztecas que nos creamos, la guerra nos es ajena: nuestra economía no está basada en ella, menos aún nuestra identidad, for whatever that means.
Ayer, luego de ver El perro bombero con los niños, MP y yo jugamos a la guerra con ellos. Hicimos equipos, cada uno levantó su fuerte, colocó a sus soldados. Y empezó el fugaz combate. Más nos tardamos en levantar el escenario que en derrumbarlo. Luego los niños se acostaron y nosotros nos fuimos al cine, vimos In the Valley of Elah, de Paul Haggis, aquí traducida como En el valle de las sombras, y subtitulada de manera patética, inculta.
Elah, ya se sabe, es el valle en donde David venció a Goliath. Al valle lo cruza un riachuelo y de sus orillas el futuro rey recogió las cinco piedras, los guijarros que usaría con su honda (o resortera, aunque no tuviera resortes). Ya se sabe: el niño judío venció al gigante filisteo (no palestino, como les dio por traducir filisteo en la película). ¿Cómo? No sólo la pedrada fue certera, sino que, y ésta es mi interpretación de la leyenda, David supo usar el impulso de Goliat en su contra. Es decir, al gigante lo venció su propia, desmedida fuerza, detenida por el guijarro que el niño le lanzara (Newton básico, pues; o principios fundamentales de Aikido). Ese mismo niño le cantaba las mañanitas, lira en mano, a un rey iracundo; y lo pacificaba.
Haggis recurre a esta leyenda bíblica para contar la historia de Hank Deerfield, militar retirado, padre de un joven militar que, apenas regresa de Irak, desaparece en Nuevo México, en las inmediaciones de las barracas que lo alojan. Deerfield lucha contra la burocracia policiaca, tanto federal como militar, y descubre la naturaleza del destino fatal de Mike, su hijo, el mayor. A David, el menor, ya lo había perdido en un accidente de helicóptero, en un ejercicio en la base (es decir: las guerras actuales dejan a más padres sin hijos que a hijos sin padres, como solía suceder).
Haggis, lo mismo que Robert Redford en Lions for Lambs, denuncia la ridiculez de la guerra actual (más en particular, la vendetta de Estados Unidos contra el terrorismo fundamentalista que, al no tener escenario, es trasladado a lugares frágiles, precarios, derruidos o volubles como Afganistán e Irak). Más allá de la guerra, que siempre sucede fuera del territorio americano, está el impacto que ésta tiene en la sociedad, apenas los soldados vuelven. Es esa otra guerra la que Haggis (y Redford) retratan, el abuso del "ser patriotas" que se indoctrina a la juventud y a las clases no intelectualizadas, la desinformación, los viciados derroteros del poder, la doble moral, la decadencia, encarnada en el consumo insaciable, como forma de vida.
Al final, ondea una bandera. Una vieja bandera americana. La bandera, suponemos, que el ejército le entregó a los padres de David cuando muriera en el accidente, y que estaba en manos de Mike, quien, quizá previendo su destino, se la envía a su padre desde Irak. Una bandera colocada de cabeza en el asta. Una bandera que significa un llamado de auxilio, la señal de que se ha perdido el rumbo y que, desde adentro, todo parece insalvable.
Leo Tempestades de acero, de Ernst Jünger, la memoria de su participación en la Primera Guerra Mundial. Un soldado con cuaderno en mano, consciente del impacto histórico del evento del que formaría parte. Pienso en que, si todos los soldados fueran como Jünger... Mejor no pienso más.
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