31.12.07

2007


De pronto, se acaba.

Un año que fue, pese a su disfraz de conflicto, el mejor de los años.

Acá arriba, unas nubes de finales de diciembre, vistas desde el descanso del sexto piso en el que, también de pronto, se creó el mundo.

En medio, nosotros, con cara de felicitación-celebración, ayer:


Y debajo de estas líneas, la violeta, retratada hoy, que pareció empeñarse en dar una docena de flores para despedir el 2007 y darle la bienvenida al 2008.


Feliz año, pues.

28.12.07

1970


La mujer sonríe en la penumbra, un costado de su cara apenas iluminado, toda la luz yace sobre el bebé, su hijo de un par de meses, recién nacido para ella. La mano descubre la cabeza del bebé, lo muestra a la cámara, al mundo. Él, del otro lado de la lente, captura la imagen, la luz. Afuera, el cielo, una turbina. El bebé es desplazado de un sitio a otro, su primer traslado, de la nada al todo, de no tener nombre ni apellidos a portarlos de manera definitiva, del limbo al origen, dictado por los propios y mútiples desplazamientos y traslados de sus padres. Pronto se detendrá el movimiento, todo será invadido por la sensación de un destino consumado en octubre de 1970 y reconstruido durante varios años, lustros, décadas, hasta ver la luz, de nuevo la luz, en febrero de 2005, punto de llegada y, a la vez, de partida de la imagen que aquí es observada. Y ayer, la imagen encontrará su destino último: ante la mirada más verdadera, su mirada, la mirada de ella, aquí, 37 años después.

26.12.07

La Luna y Marte


Allí, junto a la Luna reventada, Marte. Acá abajo, la Luna estática y, debajo de una nube, Marte de nuevo. Es difícil retratar los astros, la luz del Sol reflejada sobre ellos, la noche. Es 23 de diciembre entonces. Salimos del departamento hacia una cena familiar. Alguien nos conmina a que nos asomemos al cielo nocturno, a que contemplemos a nuestro satelite y al planeta más cercano a la Tierra, juntos. De pronto, la sensación abismal de profundidad: la Luna tan cerca, Marte tan lejos. Vértigo. El movimiento detenido por un abrazo.

23.12.07

Gracias


Gracias a todos los amigos y seres queridos de Frankie y míos: sus gestos me conmueven y me hacen sentir acompañado en la pérdida. La lista es amplia, pero los que han dejado registro del breve paso del pequeño emperador por esta tierra son, hasta donde sé, María Paz Amaro, Elizabeth Flores, Guillermo Núñez y Adriana Degetau, autora del dibujo que acompaña a esta entrada (y de la serie Patecitas, publicada hace tiempo en este mismo blog). Gracias también a todos los que se hicieron presentes en llamadas telefónicas, correos electrónicos y mensajes en otros medios.

22.12.07

La muerte del gato, mi gato


A la memoria de Frankie 24

La imagen del gato muerto me acosa. Mi gato. Muerto. Yace allí, sin vida, sobre la coladera del estacionamiento. Sus ojos, antes amarillos, a ratos ocre, han vuelto a ser azules, como cuando tenía apenas tres o cuatro semanas de nacido. Pero la mirada ya no es límpida, transparente: cubre al ojo que se mantiene abierto una capa rugosa, todo es borroso en su interior. La posición del cuerpo es plácida. De reojo, parece que el gato, mi gato, toma el sol. Da la impresión de haberse lamido hace poco, una de las patas aún humeda. Ya de cerca, descubró la boca entreabierta, la mandíbula inferior levemente fracturada, el asomo de la lengua. No hay sangre a la vista. Toco al gato, mi gato. Está caliente. ¿Por fuera, efecto del sol que pega sobre su pelambre aún brillante, o por dentro? Alzo el cuerpo, flácido aún. El gato, mi gato, no opone resistencia, casi se escurre entre mis manos, tengo que abrazarlo contra mí para que no caiga al suelo. Las patas cuelgan, la cola. Y la cabeza. Lo hago un ovillo, intento no mirarlo más, lo presiono contra mi cuerpo. No respira, el gato, mi gato; su corazón no late más, es el mío el que provoca la ilusión de vida, el que insufla de pulso al cuerpo inerte, tibio, inánime. Subo los seis pisos, remonto la caída del gato, mi gato. De nuevo arriba, el cuerpo se mantiene impasible. Dejo al gato, mi gato, sobre un escalón: no entrará más a la casa, su casa. Salgo con una caja y meto el cuerpo en su interior. Cierro la caja. Aviso de la muerte del gato, mi gato, a la mujer que amo. Sus palabras me consuelan, pero sigo inquieto cuando cuelgo. No siento dolor aún, sólo ansiedad. Sigo el consejo de la mujer que amo, marco el número del veterinario del gato, mi gato, y pregunto si pueden incinerarlo. Me responden que sí, me informan del costo. Digo que salgo de inmediato a dejarles el cuerpo, abro la puerta de la casa. La caja sigue en la entrada. No cruzo el umbral, desando mis pasos, me hago de una bolsa de basura, negra. Regreso a la entrada, abro la caja, saco al gato, mi gato, y lo introduzco en la bolsa, el cuerpo de nuevo extendido, tibio aún; vuelvo a hacerlo un ovillo, lo meto de nuevo en la caja, la cierro. No la abriré más. Pienso en el encargado del incinerador. Deseo que abra la caja y mantenga la bolsa cerrada. No quiero que nadie más mire al gato, mi gato. Cierro la puerta, me pongo los lentes oscuros, tomo el elevador a la planta baja, no suelto la caja ni un instante. En la calle el sol brilla, casi quema. Camino entre los vivos, el gato, mi gato, muerto al interior de la bolsa al interior de la caja. Ningún transeúnte repara en mí, nos cruzamos sin decir palabras, sin intercambiar gestos, extraños en una misma ciudad, ajenos al devenir cotidiano de los que nos rodean, ignorantes de la muerte de los gatos, nuestros gatos.

20.12.07

Luto por el pequeño emperador


Hoy, hacia las tres de la tarde, murió Frankie 24, también conocido como el pequeño emperador, apodo que le puso mi amigo G. Si los cálculos no me fallan, Frankie 24 nació el 22 de abril de este mismo año; en dos días más, el 22 de diciembre, hubiera cumplido 8 meses. Era un gato muy cariñoso, aunque, carácter felino por excelencia, muy celoso de su amo y de su territorio. Las últimas semanas tuvo que acostumbrarse a la aparición del amor en mi vida, encarnado en MP, una mujer maravillosa a la que Frankie 24 aprendió a querer muy velozmente, con cierta ayuda de algunas rebanadas de jamón. Desde que lo adopté-usurpé de una casa de madera sita en la calle de Holbein, se alimentó felizmente de Whiskas para gatitos. Nunca le gustó la leche. Llegó a probar el melón. Alguna vez comió pollo. A Frankie 24 le gustaba jugar con un par de finger-puppets: Freud y su diván. También mordisqueaba, casi sin tregua, a un koala gris de peluche. Meses antes, se divertía mucho con seis pelotas que le regaló G, aunque a fechas recientes ya no lo entretenían tanto. Casi todas las mañanas, cuando yo abría la llave de la regadera, Frankie 24 entraba al baño a tomar agua y hacerme compañía; nunca le importó mojarse un poco. Solía dormir largas horas junto a mí, aquí, en su cama, ubicada junto a la silla sobre la que escribo y trabajo, en el comedor del departamento. Todas las mañanas me recibía ronroneando. También ronroneaba cuando yo volvía a casa. Reclamaba mucho mi atención. Le gustaba caminar sobre las paredes, dando brincos delirantes. Rompió las bocinas de mi equipo de sonido, mordisqueó una litografía que quiero mucho, rasguñó varios de mis mejores libros, le metió varios zarpazos al estuche de mis lentes oscuros, no llegó a arruinar los sillones en los que afilaba sus uñas (decidí no cortárselas). Sus colmillos de leche cayeron en mis manos. Aprendió a morderme con sus dientes nuevos. Le gustaba frotar su nariz contra la mía y lamerme con su lengua rasposa. Disfrutaba mucho cuando lo alzaba y lo llevaba a la ventana a ver las luces de la ciudad. Dormíamos siestas en el sillón de la sala. Veíamos series de televisión juntos. Alguna vez tiró un vaso de whiskey y una copa de vino tinto y se emborrachó. Sólo se enfermó una vez. Recibió todas sus vacunas menos una: la de la leucemia felina. Fue operado para no reproducirse ni marcar la casa ni convertirse, nunca, en un gato adulto. Frankie 24 estaba destinado a ser un gato bebé, siempre. Su muerte fue accidental y le quitó sus nueve vidas de tajo. La primera foto, allá arriba, es del 14 de mayo, día de su adopción; la última, aquí abajo, de ayer. Larga vida al pequeño emperador, Frankie 24 (22 de abril-20 de diciembre de 2007).

19.12.07

Hummingbird/Colibrí


Este poema, "Hummingbird" [Colibrí], fue dedicado a Tess, su última esposa, por Raymond Carver [la traducción, libre en extremo, es mía]:

Suppose I say summer,
write the word "hummingbird,"
put it in an envelope,
take it down the hill
to the box. When you open
my letter you will recall
those days and how much,
just how much, I love you.

[Supón que digo verano,
escribo la palabra "colibrí",
la meto en un sobre,
la llevo al buzón
al final de la cuesta. Cuando abras
mi carta recordarás
aquellos días y cuánto,
cuán mucho, te amo.]

17.12.07

El último libro de J. M. Coetzee o sobre la verdad


Para Andrés Neuman, cuyo luto comparto

No sé si sea el mejor momento para escribir esta entrada, pero no puedo evitarlo. Estoy conmovido. Escucho el final del quinto concierto de Brandenburgo de J. S. Bach. Hace un par de horas me avisaron de la muerte de la madre de un amigo querido. Me contiene un estado de rara y agridulce melancolía. Estoy amenazado, como quería Borges. Termino de leer Diary of a Bad Year, de J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), al final de un año que parecía ser uno de los peores que recuerdo, pero que, en el umbral de su invierno, se perfila como el mejor de mis 37. Y pienso en la búsqueda de la verdad, en las reflexiones que tuve luego de ver Gone Baby Gone de Ben Affleck, y la lectura del libro de Coetzee me las comprueba. Así que, a pesar de todo (y gracias a todo), escribo. Comienza el sexto concierto de Brandenburgo y cito, como preámbulo, un párrafo del libro:

La mejor prueba que tenemos de que la vida es buena y, por lo tanto, de que al final del día quizás existe un Dios que guarda nuestro bienestar en su corazón, es que a cada uno de nosotros, en el día que nacemos, se nos ofrece la música de Juan Sebastián Bach. Se nos ofrece como un regalo, no ganado, no merecido, gratuito.

[The best proof we have that life is good, and therefore that there may perhaps be a God after all, who has a welfare at heart, is that to each of us, on the day we are born, comes the music of Johann Sebastian Bach. It comes as a gift, unearned, unmerited, for free.]
Dividido en dos partes, Diary of a Bad Year es el libro de reflexiones duras y suaves de un reconocido escritor que ha dejado las novelas por las opiniones, por su sucinto registro de lo que a él le parece verdadero tras su paso por este mundo. "Strong Opinions", el primer apartado, es el libro editado por un sello alemán: coyunturales casi todas, se trata de las opiniones de un desmarcado de la sociedad, una suerte de "pesimista anarquista" que actua desde la quietud. "Second Diary", el segundo apartado, es la reunión de los apartados que no entraron en el libro, los argumentos suaves en los que el escritor habla, entre otras cosas, de su amor por los animales, de los clásicos literarios, de Dostoievski, de Tolstoi y, claro, de Bach.

Pero, más allá de las opiniones vertidas en ambos apartados, sucede una historia, un breve relato narrado a dos voces: aquella del escritor –Juan o el señor C– y aquella de Anya, una filipina bien hecha, vecina del escritor, que se convierte en una secretaria sui generis. Así, cada página del libro está dividida en tres: arriba, las opiniones; en medio, la voz de C; abajo, la voz de Anya. Un primer asomo al libro da la idea de una lectura difícil, sin embargo, los apartados son tan breves que no hay problema alguno y cada lector puede leerlos como mejor le plazca: parte por parte o simultáneamente (esto último fue lo que este lector hizo).

De entrada, el libro es atractivo. Las opiniones de C son todas compartidas. Claras, sucintas, sin paja. Un elevado sentido común ante el caos del mundo actual, la victoria del mercado sobre lo político y lo humano, en fin, una serie de lugares comunes bien engarzados. También es atractiva la historia de Anya y C, la aparición de ella ante sus ojos, el deseo senil y caballeroso que anima al escritor a invitar a su musa al escritorio. Y la amenaza: el novio de ella, un cínico que deambula por el mundo como por la selva, homo lupus homini.

Algo pasa a mitad del libro, cuando comienza el segundo apartado, que la atención se distrae y el libro parece desbarrancarse, caer en un abismo del que será difícil sacarlo entero. Pero el truco dura poco. De pronto, el texto revive: descubrimos que quien narra no es otro sino J. M. Coetzee mismo, el autor de Waiting for the Barbarians, el premio Nobel, nuestro héroe. Es él tal y como se verá en unos años, solitario en un multifamiliar moderno de un lugar poco ilustre de Australia, escribiendo libros por encargo para editoriales alemanas, receptivas a sus opiniones, y no para editoriales anglosajonas, insensibles ante su "anquilosada" cosmovisión de corte "humanista" y, sí, "europea".

Allí donde Coetzee parecía enredarse con la creación de Elizabeth Costello, protagonista del conjunto de conferencias del mismo nombre y musa enrarecida de Slow Man, aquí sale muy bien librado (es él mismo quien habla, sin máscara ni disfraz ni cambio de género) y confiesa que ya no sabe escribir novelas, que quizá nunca supo hacerlo (sí que lo supo), que para eso están sus dos maestros, Dostoievski y Tolstoi, los verdadeos clásicos que aún lo conmueven y que todvía son sacados de los libreros por millones de manos, ajenos al veleidoso mercado y a la oportunista academia. Estamos, sí, ante el último libro de Coetzee, una especie de largo epitafio o de confesión ante el adelantado lecho de muerte.

Antes de llegar al punto final, pensaba llamar a esta entrada "De Coetzee y la senectud". Pero no, nada más alejado de eso que el sentido de Diary of a Bad Year, una memoria en clave, unas confesiones románticas a destiempo (en un amplio sentido: salvo que Coetzee se suicide o renuncie a escribir, se tratará, en efecto, de su último libro; temáticamente, se puede tachar a nuestro autor de anticuado o de idealista consumido por el embate de la cruel realidad). Otra cita:

Nunca he sentido con agudez los placeres de la posesión. Me cuesta mucho trabajo pensarme como el dueño de algo. Pero tiendo a meterme en el papel del guardián y el protector de lo no amado, de lo no amable, de lo que otras personas desprecian o rechazan: viejos perros con mal carácter, muebles feos que han sobrevivido tercamente, automóviles al borde del colapso. Es un papel al que me resisto; pero, de vez en cuando, el atractivo mudo de lo no deseado vence a mis defensas.

El prefacio de una historia que jamás será escrita.

[The joys of possession I have never felt very acutely. I find it hard to think of myself as the owner of anything. But I do tend to slip into the role of guardian and protector of the unloved and unlovable, of what other people disdain or spurn; bad-tempered old dogs, ugly pieces of furniture that have stubbornly stayed alive, cars on the edge of breakdown. It is a role I resist; but every now and then the mute appeal of the unwanted overwhelms my defences.

A preface to a story that will never be written.]

Y, sin embargo, hela aquí, la tenemos ante nuestros ojos: se trata de Diary of a Bad Year, que no es una novela y, por lo tanto, es una historia no escrita. Su personaje secundario, Anya, es una mujer hermosa, aunque no es deseada como merece ser deseada: es un cuerpo, carne para los lobos que depredan nuestro mundo. Sólo C o Juan o Coetzee sabe cómo desearla, y ella cae en cuenta de ello, pasado un difícil trance. Compasiva y, al final, su real admidarora, se ofrece a acompañarlo en su viaje en parca hasta el umbral del no-ser-más en esta tierra. Es todo lo que hay, es todo lo que puede esperarse. Eso y abrir los oídos a Bach, escuchar las voces creadas por Dostoievski, maravillarse ante los clásicos como Tolstoi, encontrar solaz en el mundo natural, ser compasivo, amar las cosas no amadas, no amables, dar la otra mejilla gracias al portador del fuego que es J. M. Coetzee.

La violeta


Hoy floreció la violeta.

Es decir: cuando despertamos, cuando ella se metió al baño y yo salí a la estancia, descubrí el brote, la flor. Es temprano, madrugamos. Le muestro la flor y ella me dice que tengo buena mano. La abrazo. No sé si en ese momento o antes me pregunta si hace sol. Abro la persiana. Hay luz, pero no es un día brillante, nubes planas en el cielo, los cerros, hacia el sur, apenas visibles entre una bruma casi del todo disipada. Prolongamos la despedida con gestos sutiles, quizá con el deseo de que, de algún modo, el tiempo se detenga o transcurra más lento. Siento su cara contra mi cuerpo, bajo mi mano, acaricio su espalda, morosamente, ella alza la vista, nos besamos, alguno de los dos le dice al otro que lo quiere. El momento cede, el tiempo discurre. Llevo la planta a su lugar, ella se va.

Solo de nuevo, escribo.

13.12.07

Puertas y el plagio de la niña bien


Se acaba el año y comienzan, incontenibles, los ajustes de cuentas. He aquí otra entrada notable en un blog que tendría que ser más visitado por los apáticos cibernautas nacionales, "La niña bien... ladrona" en Dormir, acaso soñar (un anti-blog), de mi querido amigo Antonio Puertas. De Guadalupe Loaeza alguna vez recibí un texto, cuando, hace muchos años ya, era editor de una revista que, tristemente, verá su última edición este diciembre: El Huevo. No recuerdo sobre qué iba el manojo de prosa aquel (algo sobre la moda, creo; no fui yo el de la idea de invitarla, aclaro), sólo recuerdo que tuve que meterle demasiada mano para mi gusto, además de hablar una y otra vez con su autora, que cada día tenía una excusa distinta para postergar la entrega de su bodrio. Y no sólo eso: tuve que publicar, además, un texto del entonces novio (y hoy marido, creo), de la señora bien (ya no es niña, ya no tiene gracia). Pero no digo más: a leer el texto de Puertas.

Ortuño y la literatura caníbal


Hace mucho, mucho tiempo que no leía una entrada realmente polémica y provocadora (en el mejor sentido de la provocación: no un mero buscapiés coyuntural, digamos, sobre el No a Chávez, sino una plataforma real de discusión sobre un tema serio y, para todo aquél que escribe y publica, delicado), como "¿Y los que no somos caníbales?", la entrada más reciente de Antonio Ortuño en el inflamable (aunque a ratos incombustible, pero superior a la revista en sí) blog "de la redacción" de Letras libres. Tomando como excusa el suicidio del llamado Poeta Caníbal (los diarios mexicanos se las ingenian para dotar a todo de un folclore que nunca nos sacará del tercer mundo periodístico), Ortuño deriva en una reflexión sobre el desinterés de los medios de comunicación hacia la literatura y sobre el embodegamiento de los libros, buena parte de ellos literarios, producidos por la función pública. ¿Para qué escribir? ¿Para qué publicar literatura (en una editorial estatal o privada)? ¿Para qué tomarse esa molestia si nunca alcanzaremos la fama, aunque sea efímera, malograda y amarillista, del pobre Poeta Caníbal? Espero que la entrada de Ortuño invite al diálogo. Pero, tristemente, lo dudo: la literatura no le interesa a nadie.

11.12.07

En defensa del hielo

Leo "Glide, Swoosh, Splat: Mexico Tries Out an Ice-Skating Rink" en el New York Times, nota objetiva y no tendenciosa, un buen reportaje que no tilda a nadie de apoyarse en tal o cual muleta política, sino que se concentra en su objetivo: la pista de hielo masiva instalada en el Zócalo del DF y los patinadores que a ella asisten. Un párrafo sirve de calla-bocas a todos los que despotrican contra el proyecto (gente pudiente, sobre todo, que decidió que no hay necesidad de que los mexicanos, que vivimos en una ciudad sin nieve, gocemos del privilegio de patinar como se patina en el Rockefeller Center de Manhattan, Nueva York; gente que acusa a Ebrard de no concentrar recursos en el alcantarillado, la distribución de agua potable, la oferta de mejores servicios a las peores zonas de esta amorfa y monstruosa ciudad):

El proyecto, que se inauguró el primero de diciembre, costó alrededor de 1.5 millones de dólares. Key Entertainment, una compañía estadounidense, la montó con la ayuda de subcontratistas, dijeron las autoridades. Varias compañías mexicanas importantes –entre ellas la cadena más reconocida de accesorios deportivos, una cadena de televisión masiva y una de las jugueterías más grandes– donaron el dinero.

[The project, which opened Dec. 1, cost about $1.5 million. Key Entertainment, an American company, built it along with subcontractors, officials said. Several large Mexican businesses — among them the country’s largest sporting goods chain, a major television network and one of the biggest toy chains — donated the money.]

Si Ebrard consiguió ese donativo, probablemente conseguirá otros para fines menos lúdicos y más socialmente correctos. Y aquí un apunte: ¿cuánto cuesta ir a un partido de futbol? A veces los boletos alcanzan precios ridículos, dos mil pesos, incluso, en reventa, cuando se trata de una final. Nadie critica el futbol, sin embargo, ese circo que nos ata al sillón y nos inunda de mucha publicidad y pocos goles. ¿Por qué condenar, entonces, el esparcimiento que la ciudad nos ofrece ahora, gratuita y llevada al público gracias al dinero de unos capitalistas que resultaron ser buenos samaritanos (aquí se vale reírse)?

A patinar sobre hielo, digo yo. ¿O les da miedo resbalar, caerse y chocar contra algún mexicano que nunca ha ido a Nueva York?

El pequeño emperador y la luz

10.12.07

Más sobre los saldos del boom y La Tempestad


Manuel Llanes escribe, en su blog, una respuesta por demás inteligente y crítica a mi entrada sobre el boom (mi texto aquí) y el dossier que le fue dedicado en el número más reciente de la revista de artes La Tempestad (corran a comprarla, se agota). Espero que Manuel no sea el único que se sume al diálogo. Su entrada, aquí.

9.12.07

In Rainbows, 2


El New York Times reporta: "Pay What You Want For This Article". Yo escucho "Reckoner", mi favorita de In Rainbows, y no hago nada más que eso, es un domingo soleado, tengo que regar mis plantas.

7.12.07

Becks el papafrita


El Reforma se luce de nueva cuenta con su seccioncita web "Leer para creer" (tantos verbos, tantos infinitivos en ese diario ilegible). Ahora nos ofrecen una gran noticia:

¡Subastan papa frita de Beckham!
La fritura que el futbolista tiró durante su estadía en Nueva Zelanda será vendida en un sitio web.

Información, sin lugar a dudas, de primer orden. Sería más interesante, claro, si la nota rezara, en argentino, ¡Subastan al papafrita de Beckham! Eso, sí, sería una gran noticia.

4.12.07

Kill the Cat That Kills the Bird?



Más sobre este fascinante tema aquí, según reporta The New York Times.

2.12.07

¿Y Kafka?


Yo no la veo... ¿Tú ves a Kafka?


24.11.07

Pasado el Boom


Leo con admiración el recién aparecido número 57 de La Tempestad, acaso uno de los más importantes de su ya consolidada trayectoria hemerográfica. A diferencia de la complacencia que aviva las páginas de publicaciones cada vez más estancadas como Letras Libres y sus celebraciones a destiempo de fuegos fatuos (basta con asomarse a su exagerado e inútil homenaje a Mario Vargas Llosa, en rara coincidencia con la entrega del premio Nobel que, por supuesto, no le fue otorgado al escritor peruano: la medianoche de la Academia Sueca es cada vez más evidente), la revista animada por el ojo crítico de Nicolás Cabral ofrece un dossier dedicado a los autores fundacionales del llamado boom latinoamericano, esa etiqueta de la que abusó la industria editorial española y que sedujo a las universidades estadounidenses y dio pie a la consolidación de sus departamentos de literatura hispanoamericana. Las obras que entonces se premiaban y publicaban en España (se creo el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral para dotarlas de credenciales; el "mismo" premio "revivió" a finales de los noventa, pero no consiguió nada más que sumarse al montón), cruzaban el Atlántico para ser estudiadas en Estados Unidos y vendidas a un continente que no se particulariza, salvo por la excepción ríoplatense, por ser uno de lectores críticos, sino complacientes. Así las cosas, no sorprende el artificioso éxito de Cien años de soledad hace 40 años, cuando nació esa amorfa estrella de mar bautizada como Gabo. (El exotismo tropical, ya se sabe, es una de las debilidades de la añeja y rancia Europa, mito al que, aún hoy, accede más de un escritor que por allá se pasea como si fuera un autor maldito, cuando en realidad no se trata más que de un visitante de paso que pagó caro su entrada a la Disneylandia cultural de la historia occidental y adonde, casi sin excepción, le será negado echar un asomo de raíz.)

Pero regresemos a La Tempestad y sus "Saldos del Boom". El ensayo que abre el apartado, "Líneas de una mano", es, sin lugar a dudas, el mejor construido del conjunto: Fabienne Bradu no sólo polemiza sobre la importancia y la influencia de Julio Cortazar en los escritores argentinos de nuestros días (negada por ellos, sobra decirlo), sino que expone y traza, de manera crítica y divulgativa a la vez, un retrato estético notable del otro cuentista argentino importante. El texto es riguroso y, sin embargo, no destila academia por ningún lado: es, sin más, lo que se espera de un texto de circulación masiva (y, aventuro, es un ejemplo a seguir), un ejercicio de admiración que se me antoja como la contraparte al cuento que Álvaro Uribe le dedicara a Cortázar en La linterna de los muertos.

Rafael Gumucio escribe "Quemar la casa propia", un ensayo que, además de abordar con tino la prosa vertida en la obra de José Donoso (pocos críticos escriben sobre la propia escritura: casi todos se mantienen en la cómoda playa de lo temático; Gumucio es una sana excepción), se concentra en la idea del autor desmarcado que, en desacuerdo con la etiqueta que se le estampa en el lomo como si fuera ganado, regresa a su Ítaca y se refugia en su propia y luminosa sombra. Es, de los seis textos, el más conmovedor, además de que se antoja como un llamado a la batalla, un grito de guerra a la estupidez editorial española y a los autores latinoamericanos que la celebran y la alimentan, epidemia que ya terminó de infectar a la arena editorial mexicana (y de buena parte de América del Sur).

A medio camino del dossier, un remanso de sarcasmo y entomología crítica: en "Nunca ahorrarse un adjetivo", el editor italiano Francesco Varanni le coloca las tachuelas necesarias al perennemente homenajeado Gabo en un lúcido texto que muestra a García Márquez como la estatua de sal que es, tan expuesto a los inclementes elementos del porvenir y que, de acuerdo con el autor, acabarán por erosionarlo hasta que desaparezca, más pronto que tarde. Como del Gabo es inútil desperdiciar herramienta críticas, Varanni lo despacha de un papirotazo y entrega al lector "Cuatro reglas para escribir al estilo nobelmarquiano", ese dechado de adjetivos inquietos y veleidosos como el exotismo caribeño.

De últimos tres textos del dossier dos son, en comparación con los anteriores, menos afortunados, quizá porque no terminan de arriesgarse a decir las verdades que todos vociferamos tras bambalinas, secretos a voces que tienen que ver con las obras masivas de nuestros dos escritores decimonónicos (un par de bostezos para ellos): el comediante humano Carlos Fuentes y el engominado flaubertito Mario Vargas Llosa, banderas mexicana y peruana del boom.

El respeto guardado por Sergio González Rodríguez en "El escritor en su espejo", sin embargo, no deja de celebrarse: para no despotricar (ganas no le faltan y hay arrojo, pero se comprenden y respetan los compromisos que el periodista del Reforma guarda con su objeto), se concentra en la obra temprana de Fuentes y rescata lo rescatable, además de rematar, de manera elegante y cómica su intervención, trazando un parangón entre los epitafios sugeridos de Groucho Marx y nuestro escritor vencido por su propio y hoy flácido fuentismo: "Perdonen que no me levante" y "Discúlpenme por ponerme de pie". Y, sí, coincido con González Rodríguez en su lapidario cierre, que todo lo resume: "Vanagloria de anteayer."

En el caso del ensayo que Patricia de Souza dedica a Marito Vargas Llosa (es una pena que no se haya comercializado ese lindo apodo diminutivo, pero con un Gabito basta), predomina la paja y la lectura temática, no crítica, de la monumental obra completa del fallido presidente del Perú, el único animal realmente político del boom. No hay novedades y sí una celebración desmedida de "Los cahorros", el relato-nouvelle que funciona como evolución de "La ciudad y los perros", de la que Souza poco o nada habla (la meciona casi al paso), y que, para el que estas líneas firma, es la única real sorpresa del fenómeno en su conjunto comercial, una experiencia de lectura que permanece pasadas las décadas (pero la novela no ha sido releída, quizá por sanidad). Más que "El sartrecillo valiente", tendríamos que hablar de "El flaubertito incontinente".

Entre sendos textos, "El vértigo del juego", ensayo de Antonio Oviedo dedicado al real exiliado del boom, condenado a la locura y a no regresar jamás a la isla que lo vio nacer: Guillermo Cabrera Infante, quien, de la mano del ya mentado José Donoso, durante sus años iluminados (al final fue un desastre, pero se le perdona por su desequilibrio cerebral: intentó pasar la estafeta-etiqueta del boom a un precario representante del nuevo y fallido conjunto de escritores que los españoles trataron de vendernos como los estandartes de nuestra latinoamericanidad cosmopolita) fue un tránsfuga de la condición que le fue impuesta, además de un malabarista de palabras y vertidor de lo oral en el papel, despropósito que siempre da como resultado esa alquimia llamada literatura.

Seis autores de los que, llegado el final de la lectura, me quedo con dos que no son ellos, pero que sí se mencionan por allí: el peruano Julio Ramón Ribeyro y el uruguayo Juan Carlos Onetti, quienes junto con un tercero (también nombrado) y un cuarto (ausente, haciendo honor a su quintaesencia), los argentinos Juan José Saer y Antonio DiBenedetto, me parecen los reales representantes de una literatura que es todo menos fome y siútica. Queda, entonces, un dossier pendiente para la rediviva aventura editorial y literaria de La Tempestad. Queda, también, preguntarse de qué estaremos hablando cuando hablemos de literatura latinoamericana en 40 años. Por ahora, apenas se escucha el tenue murmullo de un grillo.

22.11.07

Cormac McCarthy en nuestro camino

Un complemento a mi entrada "Cthulhu y el fin del mundo" aquí.

Gracias pero no gracias


Siempre quise una familia grande que se reuniera alrededor de un pavo para, en lugar de destazarnos entre nosotros, le metiéramos muchas cuchilladas al pájaro horneado, lo acompañáramos de salsa de arándano y disfrutáramos de un pay de calabaza de postre, alcoholizados hasta el occipucio. Pero no, mi familia es pequeña, no hay nietos a la vista y nuestros rituales son más cotidianos que atados a una fecha específica, alejados de cualquier religión, más aún de aquélla que, por origen, podría decirse que nos corresponde. Vaya, yo me adscribí, para usar un término fácil, a una religión distinta a la que mis padres no profesan, y ganas no me faltarían de reformarla o de regresar a la cuna espiritual de mis ancestros. Pero nada, quiero una rebanada de carne (oscura) de pavo. Quiero salsa de arándanos. Y muero por una rebanada de pumpkin pie. Quiero dar las gracias, nada más porque sí.

19.11.07

Cthulhu y el fin del mundo


Regreso a casa luego de una gira fugaz por el noroeste mexicano. Primero volé de México a La Paz, con escala en Mazatlán; intenté leer Les bienveillantes, de Jonathan Littell, pero decidí que no era la mejor lectura para hacer en una claustrofóbica cabina de avión (y los aviones de Aerocalifornia, además, no lo mantienen a uno tranquilo); durante el vuelo de regreso no hice nada más que mirar al vacío. En el siguiente tramo de vuelos (en un avión más cómodo, por decir algo), México-Hermosillo-México, leí 200 de las 241 páginas de The Road, de Cormac McCarthy, novela maestra del escritor americano, nacido en Providence, Rhode Island, en 1933. Terminé el libro en tierra, a bordo de un vagón de la línea 9 del Metro, entre Pantitlán y Tacubaya, y quise estar en un espacio abierto para poder gritar a los cuatro vientos que McCarthy es un genio. The Road me dejó, por decir algo, sedado, con la sensación de que algo había cambiado en mí. Aún hoy, no consigo sacudirme la lectura, el extraño bienestar que, a pesar de la tragedia que retrata, me dejó. La novela cuenta el trayecto de un hombre y su hijo, los buenos, a la costa y al sur de un continente devastado por una catástrofe o un ataque que se antoja de dimensiones nucleares. El camino es peligroso: hay una tribu salvaje de caníbales, los malos, que comen niños. Y hay otros viajeros a la deriva en un mundo desolado, convertido en cenizas. Es invierno. El hombre, lo sabemos desde el principio, está enfermo. Y el niño, también lo sabemos desde el principio, es el portador de un fuego que será difícil extinguir. El hombre tiene sueños, sueños plácidos de un mundo colorido, pasado, y sueños aterradores, la idea de un mundo aún más consumido, un mundo en el que aparece una criatura que se antoja parida por Lovecraft (nacido, igual que McCarthy, en Providence), amorfa e inmensa, más grande que la propia catástrofe, más allá del fin del mundo. Es, acaso, la muerte que lo ronda todo, el personaje subrepticio, ominoso y sin rostro que acosa al hombre y a su hijo en su trayecto hacia ninguna parte. Y al final...

16.11.07

Trópico de Cáncer


Mucho que reportar y poco tiempo para hacerlo. Ya será más adelante. Baste con decir que pocos recorridos se comparan con el que lleva de La Paz a Todos Santos, del tranquilo Mar de Cortés al poderoso Océano Pacífico. Nadar en el mar, la playa virgen, la nada.

12.11.07

La canción favorita del pequeño emperador

Fame, fame, fatal fame
it can play hideous tricks on the brain
but still Id rather be Famous
than righteous or holy, any day

"Frankly, Mr. Shankly" en The Queen is Dead (1986), The Smiths.

9.11.07

La persistencia de la niebla


Me despierto. Es temprano, más de lo habitual para mí. En el periódico leo que el aeropuerto de la ciudad permanece cerrado debido a la persistencia de un banco de niebla. Me distraigo. Logro salir de la cama y me preparo un té. Cuando me asomo por la ventana, allí está: la niebla. No me siento en la ciudad de México. La niebla no es habitual en mi barrio. Y pienso en eso, en la persistencia de la niebla, en cómo la niebla siempre me ha hecho sentir que el día se mantendrá así, oculto, la luz del sol desviada por la nube que nos contiene. Pienso en el cuento de Boris Vian, dedicado a una niebla afrodisiaca, que luego La Unión, los de "Lobo hombre en París", hicieron una canción. Y pienso, sobre todo, en Olivia Newton-John y en mi infancia, cuando la conocí en las oficinas de EMI, durante la gira de promoción de su disco Physical (1981). Olivia llegó tarde a la rueda de prensa, a la que mi amigo Daniel y yo asistimos porque su papá era periodista cultural y nos consiguió un pase de entrada, a sabiendas de nuestro fanatismo por la cantante. Fanatismo que comenzó, sí, con Grease (1978): ¿quién no recuerda la escena en la que Sandy aparece transformada en una semidiosa entallada en ropa negra y lustrosa ante un babeante y boquiabierto Danny Zuko (el siempre bailarín John Travolta)? Yo la recuerdo bien, la recordaré siempre:



"You better shape up, 'cause I need a man, and my heart is set on you", canta Olivia y recuerdo el estertor que me provocaba entonces, que aún me provoca cuando la escucho, cuando la vi llegar a la sala de conferencias de EMI con su pelo corto y su chamarra roja, morían los 70s y daban inicio los 80s, todo pos-disco y new romantic, de pronto. Olivia respondió a las preguntas insulsas de los reporteros. Pero antes de eso, cuando apenas se sentaba –tarde: llegó tarde a la conferencia de prensa, como buena diva– se deshizo de la chamarra y un oportunista le preguntó que cómo se sentía. "I am hot", respondió Olivia, y el traductor simultáneo no pudo sino ceder ante el albur y traducir de manera literal "Estoy caliente", provocando así una lúbrica carcajada entre la concurrencia. Yo, sobra decirlo, me sentí ofendido, apenado: no era la manera de tratar a Olivia. Pero bueno. La conferencia terminó y se hizo una fila ante la mesa: Olivia firmaría nuestros discos. Me sume a la fila y, llegado mi turno, le extendí la mano. Olivia tomó mi mano. Juré, como siempre hace uno cuando alguien que ama le toma la mano, que nunca más me bañaría. Quisiera decir que no me baño desde 1981, pero estaría mintiendo. Recuerdo, eso sí, lo bien que me hizo sentir la mano de Olivia Newton-John en mi mano, una mano que... Hasta aquí los detalles de mi mano. Pasaron los años, crecí, cedió mi fanatismo, a Olivia, convertida en una exitosa empresaria, le hicieron una mastectomía. Pero miento. Mi fanatismo nunca cedió. El año entrante Olivia, nacida en Cambridge, Inglaterra, el 26 de septiembre, cumplirá 60 años. Y como la niebla que persiste, lo mismo hace mi deseo. A bailar, en patines, se ha dicho:

6.11.07

Cuaderno Salmón 6/7


Acaba de aparecer la nueva edición de Cuaderno Salmón y pronto estará disponible en las librerías del FCE, Gandhi, Conejo Blanco, Casa Lamm y Educal. Más información aquí.

5.11.07

Premio Herralde de Novela 2007

Resultó ganadora, por mayoría, Ciencias morales de Martín Kohan (presentado bajo el pseudónimo de Miguel Cané), Argentina, y finalista Recursos humanos de Antonio Ortuño (presentado bajo el pseudónimo de Francisco Calderón y el título Volveré y conmigo el fuego), México.

3.11.07

50 años sin Laika

Hace 50 años Laika fue lanzada al espacio a bordo del Sputnik 2; nunca volvió. Dice la Wikipedia: "Laika era una perra callejera de Moscú, que pesaba aproximadamente 6 kg y tenía 3 años de edad cuando fue capturada para el programa espacial soviético. Originalmente la llamaron Kudryavka (rizadita), después Zhuchka (bichito), y luego Limonchik (limoncito), para finalmente llamarla Laika, debido a su raza. Los perros capturados eran mantenidos en un centro de investigación en esta ciudad, y tres de ellos fueron probados y entrenados para las demandas de la misión: Laika, Albina y Mushka." Pienso en la perra, allá arriba, orbitando nuestro planeta. Pienso en su primer ladrido espacial de perra cosmonauta. Pienso en las pocas horas que vivió como satélite. Mejor no pienso más y le voy a dar de comer al pequeño emperador, que no deja de orbitarme.

1.11.07

Dagon o el eterno retorno


Hace varios meses, un año acaso (quizá más: el tiempo ha transcurrido desaforado esta última época de mi vida), le mostré a Guillermo uno de mis tesoros más preciados: los tres tomos de Los mitos de Cthulhu de H. P. Lovecraft y sus seguidores. Cuando mi amigo abrió el primer tomo, una fotografía cayó al suelo, un retrato venido, como cualquier retrato, del pasado. Así nacieron un cuento, "El abrazo de Cthulhu" (lo publiqué en La Tempestad), y un ensayo "El otro abrazo de Lovecraft" (apareció en Cuaderno Salmón). Ayer, enfebrecido, me fui a la cama y abrí un libro cuya lectura había postergado durante varios meses, un año o más acaso: The Call of Cthulhu and Other Weird Stories, de H. P. Lovecraft, autor al que nunca había leído en su lengua original, sino en las traducciones al castellano vertidas en las ediciones de Bruguera y de Alianza. Abrí el libro, decía, y un trozo de papel azul, recortado con prisa, cayó sobre el edredón. La leyenda, trazada en rojo, me era familiar, aunque tenía un plus, una palabra que no había aparecido en los muchos otros trozos de papel azul y amarillos con leyendas en rojo colocados aquí y allá en todo el departamento. No supe si reirme o llorar, así que, como siempre que me encuentro uno hago, dejé el trozo de papel azul en la caja que me sirve de mesa de noche, me brinqué el prólogo de S. T. Joshi y comencé a leer "Dagon", escrito en 1917 (hace casi un siglo, pienso ahora), un relato breve, pero sustancioso, ideal para irse a dormir y sufrir un delirio enfebrecido, como me sucedió anoche. Su primera frase lo dice todo: "I am writing this under an appreciable mental strain, since by tonight I shall be no more." Es Lovecraft en estado puro, monolítico (la palabra monolith viene por allí en el relato, y supongo que de allí la tomé para reproducirla en más de una docena de textos). Pero no fue ésa la frase que subrayé sino esta otra: "I felt myself on the edge of the world; peering over the rim into a fathomless chaos of eternal night." Y sí, el abismo; siempre el abismo.

30.10.07

Still ill


Hace mucho tiempo que no escuchaba a The Smiths y la última semana me llevé varios de sus discos conmigo para escucharlos en el coche (y, más en particular, para ponerle un par de canciones a Guillermo, que anda en una fase peculiar de su vida). Mi canción favorita sigue siendo "Still Ill", en donde Morrissey se pregunta "Does the body rule the mind or does the mind rule the body?" y, de inmediato, se responde "I dunno". Y claro, todo eso de "I decree today that life is simply taking and not giving, England is mine and it owes me a living", que, combinado con mis lecturas sobre Londres, me provoca una nostalgia que sólo curan los daffodils amarillos del comienzo de la primavera (narcisos se llaman en español), cuando las ramas de los árboles aún están desnudas y la profundidad de los parques provoca vértigo, un abismo sobre el verdor del prado perenne. Pero sigo con The Smiths y con mi descubrimiento de que "I Want The One I Can't Have" es casi igual de buena que "Still Ill" y va por la misma línea, cuando Morrissey comienza a cantar "On the day that your mentality decides to catch up with your biology" y es el cuerpo o la mente y casi nunca ambos, cuando de elegir se trata. Como cuando uno decide tener una vida dotada de sentido y no una vida feliz. Algo así. También está el Morrissey penoso, el que celebra y condena la "coyness" y la "shyness" y en "How Soon Is Now?", terrible lado oscuro de la falsamente luminosa "There Is A Light That Never Goes Out" afirma "I am the son and the heir of a shyness that is criminally vulgar, I am the son and heir of nothing in particular". Y eso. Mejor regreso a la profundidad de los parques de mi memoria, a las ramas que golpean el techo del Routemaster, hoy extinto, un double-decker de la ruta 22 que se desliza como un mamut rojo sobre el hielo-asfalto, y espero a que florezcan los daffodils.

27.10.07

Ride 'em cowboy!



Nada como la vida vaquera.

24.10.07

Periodismo de altura

En mi necia búsqueda de buen periodismo y de un diario decente en México (aquí les dejo el saco), encuentro esta real gema en reforma.com:

Evita gordura ser soltero y comer chicle
Estudios revelan que personas casadas aumentan hasta 13 kg y que el chicle disminuye el hambre

21.10.07

Everybody knows this is nowhere, 2


Vi Stellet licht/Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, y apenas una semana y unos días después me siento listo para escribir al respecto. Me dan risa los otros. Algunos simplemente dicen que es una película más de Reygadas, incluso sin haberla visto, y lo llaman sobrevalorado, pretencioso, etcétera. Algunos más, no pocos, critican de entrada (nuevamente: antes de verla) y, apenas ven la película, sufren una sutil transformación y no pueden más que celebrarla. Celebro junto con ellos. No hay que ser visionario para entender que Carlos Reygadas es un autor mayor y Stellet licht su opus magnum. ¿Vendrán más después, otras obras maestras, a sumarse a su filmografía? La pregunta me parece irrelevante: basta con ésta, que va de un amanecer a un anochecer y que, dentro de ese día, abarca un amplio lapso de vida de una familia dentro de una comunidad menonita de Chihuahua. El padre de familia se ha enamorado y la esposa acepta la existencia de la otra mujer, su padre le dice que es obra del maligno (y su madre no hace más que, lo mismo que su esposa, aceptar el evento) y su camada de hijos se dedica a pasar el tiempo, a dar gracias antes de cada ingesta y a recibir una suerte de bautismo permanente, mientras giran alrededor del devenir de sus padres. La otra mujer se deja amar. Y el padre de familia acepta lo que vendrá después, fruto de su toma de decisiones (o su inhabilidad para tomarlas y, sencillamente, dejarse consumir por la existencia que lo contiene). Todo parece apuntar hacia un final trágico, hacia una escena tremendista, hacia un castigo del Dios que ilumina esas tierras donde no parece ocurrir algo relevante. Todo es luz, todo es silencio y todo es bondad, esa rara anomalía que Reygadas retrata tan bien a pesar de que es una virtud de la que rara vez somos testigos en los días que corren. La bondad más allá del contenido éxtasis, del breve insulto que provoca la muerte (la esposa del padre de familia dice que la amante es una puta, la única palabra fuerte de la película y la semilla germinada de su malestar), del ínfimo y circular momento de felicidad en el que el protagonista canta una versión descolocada de "No volveré", de la sutil ruptura de contexto y la aparición del histriónico Jacques Brel en la pequeña pantalla del televisor colocado en la parte trasera de una camioneta, allí donde los niños se refugian mientras su padre consuma el amasiato que provoca el casi intangible desorden de sus días. No pasa nada. Y pasa todo. Sujetos a reglas que en la urbanidad parecen mágicas, Stellet licht se resuelve en un cuarto iluminado de blanco (y nunca de luto, como podría esperarse), en donde la esposa y la amante se encaran para devolverle la paz al atribulado marido que las inocula de bondad a ambas. Anochece. Y uno sale de la sala a encarar la luz. Y se dice a sí mismo, canta: "Ne me quitte pas" [Laisse-moi devenir / L'ombre de ton ombre / L'ombre de ta main / L'ombre de ton chien / Ne me quitte pas / Ne me quitte pas / Ne me quitte pas / Ne me quitte pas...], aunque esa no fue la canción que Brel cantó para los menonitas en el medio de la nada, allí donde uno no se atreve a estar, allí donde todo es bueno y de pronto la nieve lo cubre todo de blanco, como las estrellas allá arriba.

15.10.07

Cuatro años sin Elliott Smith

Elliott Smith se suicidó en Los Angeles el 21 de octubre de 2003, a los 34 años (nació el 6 de agosto de 1969, en Omaha). Todos sus discos son buenos, incluso los póstumos. Aquí, unos versos de "Sweet Adeline", incluida en XO, para recordarlo:

It's a picture-perfect evening and I'm staring down the sun
Fully loaded, deaf and dumb and done
Waiting for sedation to disconnect my head
Or any situation where I'm better off than dead.


12.10.07

A conspicuous male cocotte

Lunch at the Plaza. Truman Capote is in the men's bar. His bangs are dyed yellow, his voice is girlish, his laughter is baritone, and he seems to be a conspicuous male cocotte. This must take some doing, but on the other hand it must be a very limited way of moving through life. He seems to excite more curiosity than intolerance. Almost everyone these days drinks a special brand of gin—Beefeater, House of Lords, Lamplighter—and vodka. I hear the orders come over the bar. The bartender calls to a handsome Italian waiter and they disappear into a broom closet, to straighten out their racetrack bets, I hope. But to someone familiar with a rigorous and a simple way of life these scenes might seem decadent and final, like those lavish and vulgar death throes of the Roman Empire that we see in the movies.
—John Cheever en su diario, 1959.