6.4.10

It's the law! (La vida con Anna, 6)

Hoy recibimos, Anna, MP y yo, una gran patada en el trasero. Luego de tres horas de espera y una desmañanada atroz (piensen en lo que es despertarse a las seis de la madrugada luego de haberse despertado, antes y esa misma noche, a las tres y media: la lactancia impera), más los varios días que nos tardamos en armar un expediente al que ni caso se le hizo, nos enteramos de que no puedo transmitirle mi nacionalidad estadounidense a mi hija, a pesar de haber nacido allá (y de votar, además de otras tantas gracias que implica ser del otro lado de la frontera). Es la ley. Una ley rara que hace diferente a los ciudadanos de un país que ha amasado, como pocos otros, a una clase media regida por la igualdad de oportunidades y la búsqueda de la felicidad... En resumen, ya que no he vivido cinco años en Estados Unidos (dos de esos cinco años después de los 14), soy un ciudadano de quinta que no puede transmitirle la nacionalidad gringa (esto ya dicho con dolo) a mi progenie (vgr. Anna, que no habrá más que ella). Humillación en estado puro. Lo peor: a uno no lo previenen (y podrían hacerlo), lo hacen pactar una cita, lo hacen llegar media hora antes, le bajan 65 dólares y... lo mandan allí adonde el viento da la vuelta, luego de alzar la mano, jurar y firmar que toda la información que se incluye en las formas rellenas e verdadera. Un asco, pues. Y yo pensaba que ya había tenido mi dosis de humillación la semana pasada, cuando fui a hacerle el cambio de propietario a un coche... Pero no nos distraigamos. Aquí al lado está Anna la no americana. Duerme. Hace gorgoritos de vez en cuanto. Conversa en sueños. Y espera a su próxima dosis de mamá. Cada dos horas, cada dos horas, cada dos horas... Colofón: lo bueno es que los franceses sí quieren a Anna.

2.4.10

La vida con Anna, 5 (Días de guardar)

Hace once años, Viernes Santo, me atropellaron. Fue un accidente aparatoso del que salí, raspones más, raspones menos, ileso. Esta Semana Santa, he sufrido otra clase de atropellos, desde la humillación de realizar un trámite que me llevó dos veces a la delegación Benito Juárez, cuatro veces a la Tesorería y muchas veces más a Office Max a sacar copias para la insaciable burocracia, hasta el maltrato de un insolente colega de trabajo (hay gente que parece no respetar el profesionalismo ni la seriedad y que, confundida, procede al insulto disfrazado de broma). Un vía crucis íntimo, pues, muy ad hoc con los días que corren. Nada grave, finalmente, menos grave cuando cada mañana abrimos el ojo --mejor aún: el oído-- para descubrir a Anna junto a nosotros. Cada día sonríe más. Cada día está más despierta. Cada día nos ofrece más y más caras nuevas, gestos distintos, sonidos guturales que se asemejan al habla; y así. Entonces no me quejo. Y me voy a guardar.