31.3.09

Contar el Holocausto


Mi texto más reciente en Cine y 1/2 de Nexos, aquí.

30.3.09

Corazones negros

"Acción", murmura John Wilson y la película de la que él es protagonista termina, dejamos de ver su rostro y, como fondo de los créditos, contemplamos un atardecer en la sabana africana. Así acaba White Hunter, Black Heart (1990), obra maestra de Clint Eastwood que emula el proceso creativo-obsesivo del director John Huston. Todo comienza en Inglaterra. Un hombre de chaqueta roja cabalga raudo, mientras un avión lo sobrevuela. La nave aterriza, el hombre llega a una mansión. Allí, dos hombres se encuentran: un director de cine y un escritor. Hay un proyecto en puerta: filmar una película en África. Y allí viajan ambos creadores. Pero Wilson, más allá de la película que habrá de filmar, tiene un deseo que pronto deviene obsesión: cazar un elefante enorme, cuyos colmillos, monolitos de marfil, llegan al suelo. El equipo de filmación queda a merced de la búsqueda de Wilson. Su amigo, el escritor, lo increpa luego de monologar sobre la belleza y el caracter de dioses de los elefantes: "Matar un elefante es un crimen." Wilson no se vuelve a verlo, replica: "No. Matar un elefante no es un crimen: es un pecado. Un pecado para el que uno tiene licencia." Entonces sí se vuelve a mirar a su amigo: "Dudo que me entiendas." La mirada de Wilson regresa al frente, a esa ninguna parte donde se encuentra la presa evasiva, veleidosa, que lo distrae de todo. Y dice: "Yo tampoco me entiendo." Para saber qué ocurre con Wilson y el elefante tendrán que ver la película, aunque ya les haya relatado el final. Así es Clint Eastwood: sus películas se ciñen poco a los derroteros comerciales de Hollywood y se apegan al discurso de la vida real, antes, mucho antes, de que el director diga, murmure "Acción".

26.3.09

Don't Stop Believin'


Some will win, some will lose
Some were born to sing the blues
Oh, the movie never ends
It goes on and on and on and on
Journey, "Don't Stop Believin'"

Manejaba hacia Santa Fe hoy por la mañana, presa del tráfico, cuando me vinieron a la cabeza las últimas palabras de la novela que escribo. Concebí, pues, el final de la narración y, mentalmente, me puse a escribir de atrás hacia adelante. Glorioso momento. Contento, puse uno de tantos cds que he quemado recientemente. Comenzó a sonar "Only the Young", de Journey, seguida de "Don't Stop Believin'". Pensé en ese extraño lugar, New Jersey, cuna de Bruce Springsteen y del mentado grupo, con Steve Perry a la cabeza. Pensé en Jersey City, la ciudad que contempla Manhattan como el escenario donde sí suceden las cosas. Y pensé, finalmente, en Tony Soprano y compañía, en ese otro final, el último episodio de The Sopranos. Recordé el momento en el que comienza a sonar el piano, luego la guitarra, la explosión de la batería, la voz de Perry, esa mezcla rara de hard pop que es Journey. Luego me vino a la cabeza una escena de la que fui testigo, en una casa de Satélite, más allá del DF, nuestra propia Jersey City. Un grupo de amigos ponían en la tornamesa el Escape. Comenzaba el mismo piano, la misma guitarra, la misma batería como un trueno súbito. Un amigo retó al otro: canta cada una de las palabras del disco. Para mi sorpresa, el tipo en cuestión se sabía, íntegras, las letras del Escape. Vaya rito, pensé entonces. Y ahora veo a Tony y su familia en un diner de Jersey. Crece la tensión. La canción in crescendo. De pronto, "Don't stop" y todo se va a negro. Silencio. Nada más que eso. Todo eso.

23.3.09

Mankell en chino

Hoy terminé de leer El chino, la novela más reciente de Henning Mankell (Estocolmo, 1948), al que nunca antes había leído. Novela negra y, a la vez, novela sobre la realidad más inmediata, me parece una obra notable y buena para iniciarse en el mundo apabullante del narrador y dramaturgo sueco. Compruebo que en Tusquets saben lo que hacen cuando de novela negra se trata. Ya me leí todo John Connolly y ahora me seguiré con el propio Mankell, entretenimiento literario puro. Por otro lado y por lo que entiendo, hace frío en Suecia y deja, poco a poco, de ser la meca del primer mundo. Ahora leo Profundidades, escrito en una clave y en una época muy distantes. Ya les cuento, alcanzado el abismo.

21.3.09

Saltillo, El Porvenir, Parras

Mis amigos en Saltillo me invitaron a presentar tanto Istor como La hermana falsa y allá volé (en realidad a Monterrey, como primera escala) el jueves pasado. Entre Monterrey y Saltillo, al lado de la carretera, vendían ajo grande, no mucho más que eso. La presentación fue muy buena, la cena a la que nos convidó don Javier excelsa y, al día siguiente, Juan Carlos, Luis y yo nos fuimos a pasar el día a Parras. Pocos tramos de carretera me gustan tanto como el que lleva de la capital de Coahuila a la fuente de la Revolución y cuna de Madero. El punto más alto del trayecto es cuando uno pasa junto a un pueblo dejado de la mano de Dios llamado El Porvenir, cuyos negocios siempre llaman a la sorpresa: el restaurante Génesis y el café la Amazona, pequeños cubos de adobe que redimensionan cualquier concepto de prosperidad. Pasado El Porvenir, uno gira a la derecha y se encamina a Parras, el desierto cede el verdor, a los altos y frondosos álamos, a los omnipresentes nogales, a buganvillas por todos lados. Agua y más agua, niños chapoteando en un canal, árboles frutales diversos (algunos tropicales), una sensación de paz abrumadora. Antes de llegar a Parras, sin embargo, hacemos escala en el Rincón del Montero para tomar un aperitivo. Allí, tal cual, no pasa nada. Paz, placidez, el DF y el abigarramiento urbano distantes, una rareza. Y luego, claro, el regreso.

18.3.09

Naturaleza, Tempestad, Malick

Acaba de aparecer el número 65 de La Tempestad y nos pregunta: "¿Existe la naturaleza?" (Antes de eso: es domingo, MP y yo regresamos de comer en casa de mis padres, el coche avanza sobre el segundo piso, el Ajusco ante nosotros. A la derecha de la montaña, MP señala las cañadas a cuyos pies discurre el río Magdalena, los cerros engarzados en el aire. Suena "Goodbye Stranger" de Supertramp. Atardece. A nuestra izquierda, la insinuación de los volcanes. Llegamos a la casa, nos ocupamos cada uno de sus asuntos, por la noche nos acostamos y vemos The Thin Red Line (1998), de Terrence Malick, la naturaleza del hombre y la naturaleza más allá del hombre, pienso. Una película a la vez hermosa y repulsiva: imposible no reconocerse allí, en los soldados que combaten en la isla de Guadalcanal. Carne y muerte y sangre y vísceras, pasto y aves y reptiles y agua, muchos árboles, escasas nubes en el cielo. No nos es fácil irnos a dormir cuando termina la película de Malick, las voces como espectros que nos inquietan, la oscuridad casi tangible. Algo así. Después de eso.) Anden por la revista, entérense de las "Poéticas ambientales para el siglo XXI", disfruten de las páginas de papel reciclado en las que se imprimó esta nueva edición orgánica de La Tempestad. Allí colaboro yo con una reseña de Casi nunca, novela de Daniel Sada, escritor al que, también allí, entrevista Guillermo Núñez (con el que comí en La Ostra, ayer: no se pierdan los tacos de camarón): todo lo que usted quería saber sobre el ensarte y no sabía a quién ni cómo preguntárselo. Anden a Sanborns. 42 pesos no son nada. Anden, pues. (Y luego vean, de noche, The Thin Red Line.)

13.3.09

Laika, Mina, Manjarrez, Aguilar Mora

Ayer fui a las librerías de Miguel Ángel de Quevedo en pos de un libro que no encontré, una novedad que, a pesar de que ya salió hace algunas semanas, aún no llega a las mesas: misterio. Salí, claro, con tres libros, uno de Alain Badiou, uno de George Steiner y, el que me resultó irresistible, uno de Héctor Manjarrez: Yo te conozco, su novela más reciente (comencé a leerla: se lee muy bien, como siempre). ¿Cómo resistirse ante un libro de Manjarrez, más aún si en su portada aparece un icono de Laika dentro de su satélite? Laika, ahora que lo pienso, se parece a Mina, nuestra perra: hay un parangón entre sus orejas, si bien Mina es gris y Laika era blanca con café. En fin, una coincidencia. Y otra: entre los varios dedicatarios del libro de Manjarrez, figura Jorge Aguilar Mora, cuya nota sobre Cantos cívicos acababa de leer, uno de los textos, a nivel argumental, más inteligentes, sensatos y pertinentes sobre la polémica pieza de Miguel Ventura (y pueden, deben leerlo aquí). ¿Ya lo leyeron? Bien. Pues eso. Nada más que eso. Me voy con Mina, luego con MP. Es viernes 13: no se casen, no se embarquen, etcétera. Vayan por su libro de Manjarrez.

10.3.09

Concorde

Hoy, durante la hora y media que me tomó llegar de Tlalpan a Santa Fe, me encontré pensando en el Concorde. Cuando era niño, el icónico avión daba vuelta justo encima de mi casa. Los aviones que llegan desde el norte giran hacia el oriente en algún punto del poniente. Las naves de tamaño moderado sobrevuelan el Periférico y, por allí de las Lomas, dan vuelta a la izquierda; el Concorde, por su velocidad y hace varias décadas ya, lo hacía sobre La Herradura, justo encima del techo de la casa de mis padres. Recuerdo el estruendo. Y recuerdo que, una vez, mi padre viajó en el Concorde. Aquí hablo, claro, del Concorde que llevaba el sello de Air France y que volaba entre la ciudad de México y París. Aunque, también, poco antes de que el avión supersónico dejara de volar, vi uno que llevaba las señas de British Airways en su cola, justo encima de Hyde Park, en Londres. La gente, yo incluido, miró el avión con miedo: hacía algunos días un Concorde se había desplomado poco después su despegue en algún lugar de Francia, si mal no recuerdo. Muchos pensamos lo mismo: se nos va a caer encima el Concorde. Pero no pasó nada. El avión llegó entero a Heathrow, para no volver a volar nunca más. La última vez que pudo verse un Concorde en tránsito no fue en el aire sino en las aguas del río Hudson, en dirección a un museo aeronáutico, aterrizado para siempre. Pobre Concorde.

3.3.09

Nuit et brouillard

Anoche vi Nuit et brouillard (Noche y niebla, 1955), el documental de Alain Resnais sobre los campos de exterminio dirigidos por las SS de los nazis. Sorprende, de pronto, el color: el Holocausto siempre lo he pensado en blanco y negro. Las escenas en las que la cámara observa los campos, de afuera hacia adentro, son abrumadoras: el vacío allí donde, en su momento, el hacinamiento era la consigna. La voz del narrador describe la catástrofe sin mayores sobresaltos, las palabras de Jean Cayrol como un mantra luctuoso. Vemos, de pronto, imágenes de archivo, esas sí en blanco y negro, en un horror in crescendo. Vemos cuerpos sin vida. Vemos zapatos, miles de zapatos sin dueño. Impacta la escena en la que la cámara se pasea por las letrinas, decenas de agujeros contiguos, la privacidad incluso allí anulada. Estaba enfermo, anoche, y cuando apagué la videocasetera (conseguí una copia del documental en VHS) comenzó el delirio. Fiebre y cuerpos, la solución final. Resnais filma el horror en 30 minutos: suficientes para comprenderlo todo.

1.3.09

Men on wire, Petit, Kafka, Klein


La primera vez que tuve noticia de Philippe Petit fue en el sótano de la librería Strand, en Manhattan, a donde M&M y yo habíamos acudido en pos de saldos y demás curiosidades literarias. Mi amiga se emocionó cuando encontró el libro: la historia de Philippe Petit, el hombre que había cruzado de una torre gemela a la otra (y de regreso: ocho veces en total durante 45 minutos), el 7 de agosto de 1974, sobre una cuerda floja (un cable, en realidad). Hacia tres años que las torres no estaban más allí –M, desde Brooklyn, había sido testigo de su destrucción– y la proeza de Petit la llenaba de nostalgia. Hace un mes, mi amiga me conminó a que viera Man on Wire (2008), documental de James Marsh que retrata el performance de Petit, su andar en las alturas, a 450 metros del suelo. La película es, sin más, bella y emocionante y me hace pensar en Kafka:
Voy a la deriva. El camino verdadero pasa por un alambre que no está tendido en lo alto, sino muy cerca del suelo. Parece hecho más para tropezar que para andar por él.
Pienso, también, en Guy Debord y los situacionistas, en la obra de arte que se desvanece en uno que le da sentido –y que es, entonces, imposible de preservar en un museo–, así como hiciera Petit aquella mañana del verano de 1974, un día antes de que yo cumpliera cuatro años. Petit ejecutó su sueño y, apenas pisó tierra, su sueño –la realidad más preciada– se desvaneció para siempre, vino la fama y todo se transformó en espectáculo, irreal.

Pienso, luego y sin más palabras, en Yves Klein y su efímero Saut dans le vide (Salto al vacío, 1960):