28.8.09

Prepotencia


Es la prepotencia y la corrupción de la policía, no el vendedor de droga, lo que humilla al ciudadano, la deslealtad de quienes deberían custodiarnos lo que nos aterra.
Luis González de Alba, "Juárez, el panista" (Milenio, 24 de agosto de 2009).

En una de las novelas de la serie Wallander, el investigador sueco maneja bajo los efectos del alcohol. Sabe, claro, que está rompiendo la ley. Es de noche y piensa, sin embargo, que nadie lo detendrá en su camino. Pero no es así. La casualidad quiere que se encuentre con sus colegas en la ruta. Y como Wallander maneja de manera sospechosa, le piden que se detenga. Se detiene. Lo descubren borracho. Y, hecha una advertencia al superior --porque Wallander es superior a todos sus colegas--, lo dejan ir sin arrestarlo. El policía acepta su falta y se marcha con el rabo entre las patas, apenado de lo que ocurrirá el día después. Fin de la anécdota.

Ayer, MP, el Nene y yo fuimos a entregarle su regalo de bodas a mi hermana y su marido. En lo que duró la velada, abrimos dos botellas de un tinto del Duero bastante bueno. Comimos queso, pan, jamón serrano. Y nos fuimos de allí poco antes de la una de la mañana. MP me seguía, íbamos en dos coches. Dimos una vuelta de más a Amsterdam y, de manera impulsiva, me decidí por una ruta que no acostumbro tomar: vuelta a la derecha en Michoacán, a la izquierda en Nuevo León. Craso error.

Había mucho tráfico. Primero, lo pensé causa de algún antro y su ejército de choferes de valet parking. Pero no. El tráfico lo provocaba una redada, la calle disminuida a un carril. Era, claro, la redada del alcoholímetro. Supe, desde el primer momento, que me pedirían que me detuviera. Siempre lo hacen cuando el conductor va solo y, sobre todo, si es hombre. Calculé mi ingesta de alcohol. Y me preparé para lo peor.

Al comienzo del retén, una mujer amable nos pedía a los conductores que abriéramos la ventanilla del coche para, acto seguido, entregarnos un par de panfletos, comentarnos que se trataba del programa de "Conductor seguro" y, finalmente, preguntarnos que de dónde veníamos. Dije que había estado en una reunión familiar, que había tomado vino y que me venía siguiendo MP, embarazada. Y la mujer, sin titubear, me dijo que me detuviera metros adelante, que me harían una prueba. Así, sin más explicaciones.

Me detuve y un hombre me preguntó lo mismo. Le respondí, pues, lo mismo que a la mujer de los panfletos. Amable también, el hombre me ordenó que me bajara del coche y me explicó que me haría una prueba. Sacó una especie de boquilla, la liberó de su cobertura de celofán y la colocó en un medidor. Sople aquí, me dijo el hombre. Soplé, quedamente. Sople más fuerte, me animó el hombre. Soplé un poco más fuerte. Y esperé.

El hombre miraba el aparato, para luego verme a mí. Me preguntó si fumaba mucho. Le dije que no fumaba. Que no fumaba nada. Cuando MP se acercaba a mí --y yo me preparaba para entregarle mi cartera y las llaves del coche, el suyo estacionado más allá del retén--, el hombre me dijo que prosiguiera con mi camino. Y eso fue todo.

Pero no. No fue todo. Primero, me sentí humillado. Luego, me sentí ofendido, para inmediatamente después sentirme intimidado. ¿Qué había hecho yo que ameritara tal detención? ¿No habían cambiado las leyes ya y uno era inocente antes de ser culpable? Por lo visto, no.

Los retenes del alcoholímetro son una aberración disfrazada de un buen gesto para con los ciudadanos, a los que las autoridades dicen proteger. Pero no. A uno lo detienen gratuitamente y de manera groseramente selectiva. Lo detienen cuando viene conduciendo a menos de 10 kilómetros por hora, preso de la fila de coches que avanzan lentamente frente a uno, la hilera de conductores, culpables en potencia todos, que avanzan hacia las manos del inclemente y súbitamente manifestado juez de la ley.

Uno no ha mostrado indicio alguno de que ha bebido --o no-- alcohol. Uno no viene conduciendo a exceso de velocidad, no se ha subido a la banqueta, no ha dado una vuelta en sentido contrario, no ha hecho algu que demuestre que conduce bajo el influjo de sustancia alguna. No. Uno ha sido encerrado antes de cualquier cosa, incapaz de estacionar el coche y, dado el caso de que, en efecto, uno venga borracho, tomar conciencia del asunto y pedir un taxi para no atentar contra la vida de los demás.

Todo mal, pues. Y, curiosamente, hoy me mandan el vínculo al texto de Luis González de Alba del cual extraigo el epígrafe que abre esta entrada.

Todo mal. Y no hay visos de que la cosa vaya a mejorar.

¿Aquí nos tocó vivir? Así las cosas, me gustaría elegir otro lugar --Suecia acaso-- para cruzar el umbral de mi futuro más próximo, junto con MP y los nuestros.

24.8.09

La vigilancia elocuente

El otro día, como mencioné en la entrada anterior, MP y yo fuimos a ver la muestra de Antony Gormley en San Ildefonso. Era sábado, pasaba de la una de la tarde y había poca gente en el museo. Así las cosas, recorrimos la exposición a nuestras anchas. En una de las salas había una obra en el suelo. El guardián en turno nos dijo, antes de que cruzáramos el umbral, algo ininteligible: “La pieza está en el suelo y se recomienda que la pisen”; o bien, “La pieza está en el suelo y se recomienda que no la pisen”. Nos decidimos por esto último, temerosos acaso de que, al pasar sobre la pieza, se activara alguna alarma.

En la siguiente sala, otro guardián nos aguardaba, así de redundante como suena. Nos dijo (o nos previno): “Siéntanse libres de transitar entre la pieza. Si por accidente golpean una de sus partes, ésta regresará sola a su sitio.” Las partes en cuestión eran grupos de esferas, uno de ellos antropomórfico y al centro, otro de ellos con forma de perro; los demás, amorfos. Había, por allí, alguna esfera suelta, pero tampoco nos atrevimos a patearla “de manera accidental”. Desde mi punto de vista, nada hubiera hecho que cualquiera de las partes de la pieza regresara a su justo sitio si, por accidente, la golpeáramos. Como suele decirse: misterio.

Casi al final del recorrido, se nos advirtió que entraríamos a una sala oscura. Allí, en el suelo, había un rastro de pan encendido por un haz de luz. En la sala contigua, una estructura tridimensional, hecha con trazos-tramos de metal fosforescentes. ¿Transitar o no entre la pieza? MP se decidió por lo segundo y llegó al centro de la obra. Entonces, menudo susto, se encendió la luz de la sala. Pensamos, claro, que al cruzar el umbral último de la pieza, MP había activado un sensor que, de manera tan abrupta y luminosa, avisaría a los guardianes del museo de su transgresión. Pero no fue así. Pronto, la luz se apagó de nuevo, y la pieza brilló, la fosforescencia recargada, en todo su fastuoso esplendor.

Las últimas dos salas estaban dedicadas a la obra más “convencional” de Gormley: cuadros colocados sobre los muros. Junto al umbral de salida, había una cédula identificadora en la que podía leerse cómo se llamaba cada pieza. MP, inocente, colocó su dedo sobre la cédula. La voz del guardián no se hizo esperar, como si el dedo de MP se hubiera posado sobre alguna llaga en su cuerpo vigilante: “¡No toque la cédula!”, su advertencia.

Temerosos, salimos del recinto sacrosanto y entramos a la tienda del museo, en donde no supimos si tocar o no los libros que allí se nos ofrecían; y no encontramos guardián alguno que nos previniera, o no, de hacerlo.

23.8.09

39 años y dos semanas/13 semanas

1. Ayer fuimos, nuevamente, a hacerle una prueba a MP. Un ultrasonido detallado. La prueba duró 17 minutos y echó los mejores resultados: nada de qué preocuparse. Cualquier riesgo inicial, reducido. Todo en su justo sitio. 13 semanas de gestación. Casi siete centímetros de longitud. Bien formado por donde se le vea. Su corazón late 158 veces por minuto. Se mueve; mucho. Se chupa el dedo. Y hay un 70 por ciento de probabilidades de que sea...

2. Hecha la prueba, fuimos a San Ildefonso a ver la muestra de Antony Gormley. Sólo hasta el final (y anonadado), descubrí que ya conocía a Gormley desde hace casi 30 años. ¿Alguien recuerda lo siguiente?

Lamentablemente, no incluyeron la pieza anterior, Field, en la muestra, un viaje en el tiempo y al extinto Centro Cultural de Arte Contemporáneo, desde donde estas representaciones humanas nos observaron a mucho y nos levantaron el ánimo.

3. Finalmente, por la noche, fuimos a la Sala Nezahualcóyotl a ver el último concierto de la temporada de la OSM. Nunca había escuchado una pieza de Ligeti en vivo. Y debo decir que Carlos Prieto se lució en su dirección de Atmósferas. Luego siguió La mer, de Debussy, igualmente notable. Cerro con el percusivo Zarathustra de Strauss, que no es lo mío, pero tampoco estuvo mal. Y todo eso lo escucho, desde el útero, nuestra pequeña bestia.

15.8.09

39 años y una semana

La celebración llegó a su término, aunque la fiesta, la vida, continúe. Todo cambia. Todo permanece. Es sábado y MP y yo nos despertamos más temprano de lo habitual. Manejamos hacia las Lomas, dejamos el Sur profundo atrás, el Ajusco cada vez más pequeño en el breve marco del espejo retrovisor. Ya en Constituyentes, doy una vuelta equivocada --aún me confunden los nuevos pasos a desnivel--; recorremos un camino por el que no pasaba desde mi infancia, una bajada con curvas y muchos topes; somos como el agua que fluye a lo largo de una cañada, entre dos barrancos, el verdor imperante. Un respiro. Doy una vuelta en U y regresamos, ascendemos de nuevo hacia la civilización, hacia el inevitable concreto. Nuestro destino: el laboratorio del hospital ABC. Una prueba más. Más mililitros de MP son vertidos en pequeños tubos. De su sangre, se entiende. De su ser más mineral. Hambrientos, vamos a desayunar al Lorena. Scones. Hospital inglés, comida inglesa, humor inglés, hoy. Pero no es inglés el que canta, al que les dejo aquí abajo, hoy, ahora. Y así me siento... "This is the first day of my life...":

8.8.09

39

1. Treinta y nueve años, de pronto. Y nada más de pensarlo, la memoria se enciende --las magdalenas vienen disfrazadas de cualquier cosa-- y una canción comienza a sonar en mi cabeza: "Who Knows Where The Time Goes?", de Fairport Convention (aunque en voz de Matthew Sweet y Susanna Hoffs; ahora encuentro y escucho la original).

2. Ayer la/lo vimos: tiene 10 semanas y mide 3.2 centímetros. So far, so good. He allí los recuerdos del futuro. Y, ¿qué mejor regalo de cumpleaños que ese? (Otra canción comienza, y lo hace luego de que mi amigo Íñigo la sacara a colación: "The Passenger", de Iggy Pop.)

3. El año pasado, MP y yo amanecimos en Pie de la Cuesta. Mi regalo, esa mañana: una cámara, el repuesto de la que me robaron junto con el 90 por ciento de mis discos. (Aquí comienzan miles de canciones de manera simultánea: imposible registrar alguna desmarcada del flujo sonoro.)

4. Otros regalos adelantados, ayer: MP y yo fuimos a comer a El Mosaico y allí estaba nuestro héroe literario HM, siempre sonriente. Lo saludamos. Me dijo que parecía hippie. (De manera deliberada, abro el iTunes y busco "Déjà Vu", de Crosby, Stills, Nash & Young.)

5. Más regalos adelantados, ayer: antes de comer, MP y yo pasamos a las oficinas de mi editorial a saludar a mi espléndida editora (salimos de allí llenos de abrazos y de libros). De pronto, apareció nuestra querida amiga V, también con su propio pasajero a bordo. (Por algún extraño motivo, el capricho de las magdalenas, supongo, ahora suena una mezcla de muchas canciones de The Beatles. Se desmarcan del flujo sonoro "Eleanor Rigby", "Blackbird", "Here Comes The Sun".)

6. No, no escribiré 39 subentradas. Una canción más, eso sí: "The Sounds of Silence", de Simon and Garfunkel. En vivo. En Central Park. 19 de septiembre de 1981. "Hello darkness, my old friend..." (No encuentro esa versión, pero les dejo ésta, acá abajo.)

6.8.09

La clase/Entre les murs

A caballo entre la ficción y la realidad, La clase (Entre les murs) documenta el transcurso de los nueve meses que dura el grado quatrième de un grupo multicultural de estudiantes parisinos —el equivalente de nuestro segundo de secundaria, compuesto por adolescentes en su fase más conflictiva: entre los 13 y los 15 años—, bajo la batuta y el yerro de su maestro de francés y tutor grupal François Marin. Basado en la evidente realidad, el filme dirigido por Laurent Cantet es el registro visual de la experiencia vivida y trasladada a un libro por el maestro François Bégaudeau, quien insufla de vida al maestro Marin en la pantalla, en compañía de varios de sus alumnos verdaderos encarnados en sí mismos. (Para leer la nota entera, entra aquí.)