28.12.08

"Come In!" (Ostrov, Silencio, Lungin, Martynov)


Esta entrada es para MP y para JM, quienes me han abierto sus puertas.

Hace tiempo, seis años tal vez, escuché una pieza que me hizo sentir una plenitud aún no alcanzada. Es decir, escuché la pieza y deseé sentirme así, como la música que escuchaba. Pero, entonces, hace seis años, no me sentía así. La pieza se llama "Come In!" (1988) y es del ruso Vladimir Martynov (1946), quien se la dedicó a sus intérpretes: los violinistas Gidon Kremer y Tatjana Grindenko, quienes a su vez la interpretan acompañados por la Kremerata Baltica en el disco Silencio (tal cual, en español, es el título del disco, que además contiene Tabula Rasa y Darf Ich, de Arvo Pärt, y Company, de Philip Glass, compuesta para la adaptación teatral de la obra del mismo título, basada en la narración de Samuel Beckett; dato curioso: el día que compré el disco de la Kremerata Baltica, compré también, sin saber que guardaban una relación, el libro de Beckett. Otro detalle: las fotos del libreto de Silencio son de William Clift, como la que uso en esta entrada). "Come In!" consta de seis movimientos y su leitmotiv es una puerta a la que se toca. Aquí lo que dice Martynov al respecto:

One ancient hermit said to his disciple: "Strive to enter the inner cell of your soul and there you will behold the heavenly cell. Both are one: you enter them by the same door. The staircase to Heaven is inside you: it exists secretly in your heart."

And it is true:
Our whole life is but an attempt to find this miraculous entrance.
All our deeds are but a timid knocking on this mysterious door.
All our hopes are to hear, one day, perhaps, a voice that would respond: "Come in!"

For it is said: "Knock and you will be let in."

He escuchado esta pieza varias docenas de veces. Y, hoy, puedo decir que, finalmente, me siento así, como esa música que tanto me gusta. La llevo dentro. Toqué a la puerta. Y la puerta se abrió.

Hoy, a 20 años de que Martynov compusiera "Come In!", MP y yo fuimos a ver Ostrov (2006), película del también ruso Pavel Lungin (1949) que en México se exhibió bajo el título de Exorcismo, aunque en realidad es La isla. Hacia el final, cuando la bella parábola que retrata Lungin se consuma, descubrí que la música sonaba muy parecida a la de Martynov. Más que parecida, en su momento podía afirmar que lo que escuchaba era una versión condensada, y adaptada a la luz y al tono de la película, de "Come In!". Hace un momento, descubrí que, sí, la música de Ostrov es de Martynov. Y claro, con esos paisajes, con esa luz retratada, con esa gran historia del padre Anatoli y su fe sin tapujos, ¡de quién más podría ser! Alguien toca a una puerta. Y esa puerta se abre. Así podría resumir Ostrov. Y la vida. Pero no digo nada: anden a ver Ostrov, háganse de una copia de Silencio de la Kremerata Baltica, escuchen la pieza de Martynov. Toquen a la puerta.

24.12.08

Feliz Navidad


Termino de leer Indignation, la novela más reciente (y una de las mejores, como suele suceder con sus novelas cortas) de Philip Roth. Dejo aquí una cita, en coincidencia russelliana con la Navidad:

Is that what eternity is for, to muck over a lifetime's minutiae? Who could have imagined that one would have forever to remember each moment of life down to its tiniest component? Or can it be that this is merely the afterlife that is mine, and as each life is unique, so too is each afterlife, each an imperishable fingerprint of an afterlife unlike anyone else's?

Así las cosas, feliz Navidad. Y a lo que sigue.

18.12.08

Porca miseria


[El texto que comienza acabado el corchete lo mandé a la redacción en línea de Letras Libres. Pretendía ser un añadido a la nota de Antonio Ortuño, "Implacables pero ineptos", y a la discusión que ésta provocó. Sin embargo, a nuestros amigos liberales no les interesó. Adujeron que "el tema de los posts sobre la crítica se agotó con la discusión en la nota de Ortuño". Según yo, esta entrada va de otra cosa, pero bueno. Aquí se las dejo, con la imagen de Sophia Loren y su mama, resultado de una búsqueda de imágenes en Google con las palabras porca miseria.]

Hace algunos días leí una entrevista a Daniel Sada aparecida en Reforma y firmada por Jorge Ricardo. La primera declaración del escritor, o bien, la declaración que el reportero eligió para abrir su moderadamente tendencioso reportaje era, de entrada, provocadora, aun insólita: “Yo quisiera ser como Dan Brown”. Ya luego, claro, la explicación, la resolución del misterio: el deseo de Sada no era el de escribir su propio Código Da Vinci, sino el de gozar de los beneficios de ser un escritor de best sellers, todo esto sin dejar de escribir como ahora escribe (es decir, con la voluntad y el ánimo de un clásico redivivo). Nada más genuino y nada más cierto: cualquiera que escribe quisiera, sin más, vivir de su oficio sin mayores distracciones ni malabarismos laborales --una utopía, pues--, más allá de los designios de la veleidosa posteridad.

Pero no.

Las quejas de los escritores son proverbiales y, no me queda la menor duda, datan del comienzo de la literatura y el nacimiento de Job y de Odiseo, entre el cruel silencio de Dios y el seductor canto de las sirenas. Hoy, claro, las letras se han mediatizado ad nauseam y el mercado, siempre pedestre y secular, ha tratado de confundirlo todo, ya se sabe, en aras de vender más por menos. En la entrevista mentada, Sada se quejaba, también, de dicho mercado, de la literatura que no trasciende y se vende sin mayores atributos, etcétera. Sin embargo, la elocuente rabieta de nuestro escritor es más válida que cualquier discusión sobre si tal o cual generación de escritores de tal o cual país subdesarrollado tiene peso o es pura carne de mercachifle.

Hace varias entradas, en este blog [es decir, el "Blog de la redacción" de Letras Libres] discutían Antonio Ortuño y Rafael Lemus sobre el estado de la crítica en México, asunto que derivó, como ya había sucedido antes y, entonces, con la excusa de la aparición de la antología Grandes Hits de Tryno Maldonado (publicada este año por Almadía), en la hasta ahora inocua diatriba sobre la poca calidad literaria, libresca o lo que sea de las obras publicadas por narradores mexicanos nacidos en la década de los setenta. Los comentaristas --críticos, escritores, polemistas natos, moralistas, árbitros de buena fe o meros espectadores aburridos y con ánimo de trifulca-- no tardamos en llegar al blog a vertir nuestras propias quejas, a lanzar pedradas y/o a dar puñaladas traperas, atraídos por el hedor de la novedad resobada (y no, claro, por el derrotero de la aún nonata teoría crítica mexicana del nuevo milenio), así como por la mera necesidad de desfogue decembrino.

Al final de una serie de días, por supuesto, la discusión Ortuño versus Lemus versus anexas no llegó a parte alguna y, pronto, más notas y comentarios novedosos fueron apareciendo en el blog, fechando el súbito pasado del inacabado diálogo entre la crítica y la narrativa actuales de nuestro país, dejando una estela de nombres nunca grabados en piedra. ¿No será que todo es prematuro, aún? Seguramente. Pero la discusión me animó a escribir esta nota, detonada por las sabias, dolorosas palabras de Daniel Sada, inconforme con su estatus de gran autor marginal de culto, esa contradicción fruto de la imponderable, confusa dialéctica entre el mercado y la crítica.

Gustos aparte, la literatura más reciente que se nos ofrece emperifollada y lista para usarse --desde la novela de folletín hasta el Boom y sus secuelas, por decir algo-- es más fruto de las triquiñuelas del mercado y el canto de sus sirenas lelas que de la canonización de la crítica y las lecciones de los que nos leen. ¿Se le acusa al escritor de querer convertir su opus magnum en un producto vendible por millares y, acaso, millones? ¿Es condenable el deseo de acceder no a un nicho letrado, culto y pordiosero sino a una gran masa lectora y anónima, mediatizada y con poder adquisitivo? Grandes preguntas, grandes misterios.

11.12.08

Hey, Joe, what do you know?

Iba a escribir una entrada sesuda sobre el estado de la crítica y la narrativa en México pero... ¡Regresó Joe! Todos, MP, los niños y yo, estamos muy contentos, luego de 11 días de incertidumbre. Joe está bien. Flaco (no tanto como cuando lo adopté) pero sin rasguño alguno. Reconoce la casa. Ronronea. Juega con la pelota que apareció ayer, debajo de un librero. ¿Cuál habrá sido su paradero? ¿Qué lo hizo volver? El policía de enfrente tocó a la puerta. Nos dijo que había un gato de patas negras bajo un coche. Salí a verlo. Maulló. Era, claro, Joe. Estaba descolocado, pero no fue difícil agarrarlo. Le servimos croquetas. Y santo remedio. Joe de regreso, como si nada hubiera sucedido. Así las cosas, la crítica, la narrativa, etcétera, pueden esperar. Lo mismo que Brodsky, lo mismo que PKD, abrazaré a nuestro hermoso Joe.

8.12.08

Otros gatos

Miren a este gato. Parece en trance, más allá que acá. Es el gato de Philip K. Dick. (Al paso les digo que leo The Man in the High Castle, novela de Dick aparecida en 1962: la gran cosa.) Un gato muy distinto al gato-que-contempla-lo-imponderable de Joseph Brodsky. Este gato parece, junto con su amo, suscribir la consigna: "Yo estoy vivo y ustedes están muertos." ¿Y Joe? Joe ponía otra cara cuando lo abrazaba.

6.12.08

Young Americans versus Barcelona


Confieso que fui al cine dispuesto a que no me gustara la película, a pesar de ser un admirador irredento de Woody Allen. Lo que me hizo sospechar fue la proliferación del muy ampliado cartel de Vicky Cristina Barcelona en los espectaculares del Distrito Federal. ¿Cuándo se había visto eso, una película de Allen anunciada como si fuera cualquier churro de Hollywood? Sospechaba, también, de los actores: Javier Bardem, Penélope Cruz (buenísimos ambos, francamente) y, una vez más, la tercera casi al hilo, Scarlett Johannson (venida a menos de forma deliberada). Mala mezcla, pensé, a la que se sumaba la para mí desconocida Rebecca Hall, toda una revelación. Y, por supuesto, erré. Caí desde la primera escena. Y la disfruté sin tregua, cada uno de los 96 minutos del filme. A pesar de que la película es ligera en apariencia, nunca había visto a Allen maltratar tanto a sus personajes, sobre todo a los jóvenes estadounidenses, cuya brújula se ha desmagnetizado. No hay piedad en Allen. Es divertido el coctel resultante de un par de niñas bien de Manhattan, pseudointelectuales ambas, y un par de apasionados, cínicos artistas españoles. El periplo retratado ocurre durante un lapso de dos meses, suficientes para que las americanas hagan, deshagan y restauren sus mediocres vidas, turistas sin más atributos, falsas viajeras inmunes a la transformación de sus emociones. Los españoles, por su parte, hierven, se evaporan y ya está: terminan siendo, lo mismo que las gringas, clichés de sí mismos. Si algo sabe hacer Allen es sacar a relucir el lugar común en el que se ha convertido el mundo, un mundo en el que entre Barcelona y Nueva York no hay un océano de por medio. Eso. O algo así. Yo qué sé: Vicky Cristina Barcelona es la gran cosa. Le aplaudo a Allen, una vez más.

4.12.08

La fuga de Joe

Quisiera que no fuera una mala noticia. Joe se fue de la casa. Esto ocurrió el lunes, por la mañana. Antes de irse, fue a llamar a nuestra puerta, la arañó, no le abrimos. Luego, ya despiertos, MP y yo caímos en la cuenta de que Joe no estaba más allí (no había, tampoco, gas, y el heliotropo que le regalaron a ella amaneció casi marchito --y hoy ya está lozano--). Le serví croquetas, pero el ruido de la comida al caer al tazón no hizo que el gato apareciera. Más de 72 horas sin Joe. Y así es, me dicen: los gatos de pronto deciden irse y se van, para luego volver, transformados, semanas, meses, años después. ¿Cuándo volverá Joe? Es lo único que atino a preguntarme (quisiera no preguntarme si volverá Joe; intento no hacerlo). En fin, que nuestro gato se fue. Pienso, claro, en la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami. Escribo un Diario de diciembre, cuyo eje es la desaparición de nuestro gato, es decir, una narración en la que pasa nada. Y, hoy, de pronto y de la nada, nada más porque estaba allí, a la mano, busco consuelo en Marca de agua, los apuntes venecianos de Joseph Brodsky, cuya primera lectura, descubro, hice el 8 de septiembre de 1998, cuando el mundo era otro. Venecia, claro, ciudad de gatos, cuyo emblema es un león. Abro el libro y allí está Brodsky, acompañado por un gato. Un gato con cara de susto. O sorprendido ante lo imponderable. Brodsky lo toma por el cuello. Y parece, sin darse cuenta, imitar su gesto. Así:


Esa misma cara hago yo ahora. ¿Y ustedes?