17.5.10

Los pasos de Meyer

Hoy, luego de una apacible y larga noche (Anna durmió nueve horas) y un breve trayecto de cincuenta minutos al trabajo (generalmente hago una hora con diez minutos, aunque he llegado a hacer una hora y cuarenta), con Rudolf Firkusny interpretando a Leos Janácek como música de compañía y trayecto, llegué a mi cubículo del CIDE a revisar correspondencia, ordenar el número en curso de Istor y, poco antes de las 11, a tomar café (té negro en esta ocasión) con Jean, poco antes de su clase de los lunes/miércoles (o martes/jueves, como en semestres anteriores), tradición que ya data de hace seis años. No era cualquier día, hoy, y Jean se había puesto saco (azul marino) y corbata (roja). Y es que hacia la una, en el Auditodio Santa Fe de la institución que nos cobija, le entregaron el reconocimiento de Profesor Emérito, el primero en los 35 años de existencia del CIDE, gran orgullo para nuestra entrañable División de Historia. Luego de las palabras de un par de amigos de Jean, le tocó el turno de hablar a él, a la vez "nervioso y azorado", como se describió en el momento. En vez de presentar una ponencia sobre el cura Hidalgo, como se leía en el programa del evento, nuestro recién galardonado Profesor Emérito se tomó la libertad de leernos y comentar algunos pasajes de Los pasos de López, la última novela de nuestro muy querido Jorge Ibargüengoitia, allí, a escasos kilómetros del cerro de las Cruces. Gran lección de Historia, hoy. Y que liberen a las mulas, digo yo, aún emocionado por el brillo de un gran faro.

5.5.10

Colmado (La vida en Santo Domingo, 1)

Primer día. El viaje comenzó a las cuatro de la mañana del viernes. El avión, un Boeing de Copa, despegó a tiempo. Tres horas después, la escala en Panamá: fugaz. Y dos horas después, el aterrizaje en La Española, campos de baseball por todos lados, al borde del mar. Hay que pagar diez dólares de cover para entrar al país: República Dominicana nos recibe con un sutil sablazo. Poco puede decirse de Santo Domingo en un primer momento, es fácil caer en falsas impresiones. La ciudad no se deja descifrar de inmediato. Entendemos, sí, que es la capital primada de América. Vemos un fuerte. El asomo de una ciudad colonial. Colón aquí y allá. Un malecón. Mucho ruido. Motonetas. Camiones materialistas. Coches destartalados. Guaguas. Autos de lujo. Una avenida invadida por vehículos de toda procedencia y tamaño. Casinos, de pronto. Grandes hoteles al borde del mar, sin playa. Luego de instalarme en el cuarto, bajar al lobby, salir a la calle, explorar esa parte de la ciudad con mi amiga B. El ruido, de nuevo. El malecón invadido por los gases que exhalan los escapes de los vehículos. El demasiado calor. El mar impasible. De pronto, un pequeño parque. Un anciano en una banca. ¿Sabe dónde queda la zona colonial? La cara de no entendernos. ¿Sabe dónde podemos tomar algo? La sonrisa, la afirmación, la mano que se alza y señala un lugar en contraesquina del parque, más allá del malecón. Es, sí, un colmado. Una suerte de abarrotería con mesas y sillas de plástico en la banqueta. Allí nos sentamos, el mar oculto por un Toyota rojo (destartalado), ante una casa casi en ruinas. Bebemos cerveza en vasos de plástico. Cerveza Presidente. Una primera probada a la isla. La cerveza, pilsner, es muy buena. Las frituras también. Yuca. Atardece. Cede el calor, aunque no mucho. De regreso en el hotel, rendido, leo en la guía que compré antes de viajar a la isla que no hay nada más dominicano que sentarse en un colmado y vaciar un par de botellas de Presidente. Así las cosas, el bautizo en la costumbre magna de la isla ha sido accidental. Comienza, pues, el breve viaje.