24.11.07

Pasado el Boom


Leo con admiración el recién aparecido número 57 de La Tempestad, acaso uno de los más importantes de su ya consolidada trayectoria hemerográfica. A diferencia de la complacencia que aviva las páginas de publicaciones cada vez más estancadas como Letras Libres y sus celebraciones a destiempo de fuegos fatuos (basta con asomarse a su exagerado e inútil homenaje a Mario Vargas Llosa, en rara coincidencia con la entrega del premio Nobel que, por supuesto, no le fue otorgado al escritor peruano: la medianoche de la Academia Sueca es cada vez más evidente), la revista animada por el ojo crítico de Nicolás Cabral ofrece un dossier dedicado a los autores fundacionales del llamado boom latinoamericano, esa etiqueta de la que abusó la industria editorial española y que sedujo a las universidades estadounidenses y dio pie a la consolidación de sus departamentos de literatura hispanoamericana. Las obras que entonces se premiaban y publicaban en España (se creo el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral para dotarlas de credenciales; el "mismo" premio "revivió" a finales de los noventa, pero no consiguió nada más que sumarse al montón), cruzaban el Atlántico para ser estudiadas en Estados Unidos y vendidas a un continente que no se particulariza, salvo por la excepción ríoplatense, por ser uno de lectores críticos, sino complacientes. Así las cosas, no sorprende el artificioso éxito de Cien años de soledad hace 40 años, cuando nació esa amorfa estrella de mar bautizada como Gabo. (El exotismo tropical, ya se sabe, es una de las debilidades de la añeja y rancia Europa, mito al que, aún hoy, accede más de un escritor que por allá se pasea como si fuera un autor maldito, cuando en realidad no se trata más que de un visitante de paso que pagó caro su entrada a la Disneylandia cultural de la historia occidental y adonde, casi sin excepción, le será negado echar un asomo de raíz.)

Pero regresemos a La Tempestad y sus "Saldos del Boom". El ensayo que abre el apartado, "Líneas de una mano", es, sin lugar a dudas, el mejor construido del conjunto: Fabienne Bradu no sólo polemiza sobre la importancia y la influencia de Julio Cortazar en los escritores argentinos de nuestros días (negada por ellos, sobra decirlo), sino que expone y traza, de manera crítica y divulgativa a la vez, un retrato estético notable del otro cuentista argentino importante. El texto es riguroso y, sin embargo, no destila academia por ningún lado: es, sin más, lo que se espera de un texto de circulación masiva (y, aventuro, es un ejemplo a seguir), un ejercicio de admiración que se me antoja como la contraparte al cuento que Álvaro Uribe le dedicara a Cortázar en La linterna de los muertos.

Rafael Gumucio escribe "Quemar la casa propia", un ensayo que, además de abordar con tino la prosa vertida en la obra de José Donoso (pocos críticos escriben sobre la propia escritura: casi todos se mantienen en la cómoda playa de lo temático; Gumucio es una sana excepción), se concentra en la idea del autor desmarcado que, en desacuerdo con la etiqueta que se le estampa en el lomo como si fuera ganado, regresa a su Ítaca y se refugia en su propia y luminosa sombra. Es, de los seis textos, el más conmovedor, además de que se antoja como un llamado a la batalla, un grito de guerra a la estupidez editorial española y a los autores latinoamericanos que la celebran y la alimentan, epidemia que ya terminó de infectar a la arena editorial mexicana (y de buena parte de América del Sur).

A medio camino del dossier, un remanso de sarcasmo y entomología crítica: en "Nunca ahorrarse un adjetivo", el editor italiano Francesco Varanni le coloca las tachuelas necesarias al perennemente homenajeado Gabo en un lúcido texto que muestra a García Márquez como la estatua de sal que es, tan expuesto a los inclementes elementos del porvenir y que, de acuerdo con el autor, acabarán por erosionarlo hasta que desaparezca, más pronto que tarde. Como del Gabo es inútil desperdiciar herramienta críticas, Varanni lo despacha de un papirotazo y entrega al lector "Cuatro reglas para escribir al estilo nobelmarquiano", ese dechado de adjetivos inquietos y veleidosos como el exotismo caribeño.

De últimos tres textos del dossier dos son, en comparación con los anteriores, menos afortunados, quizá porque no terminan de arriesgarse a decir las verdades que todos vociferamos tras bambalinas, secretos a voces que tienen que ver con las obras masivas de nuestros dos escritores decimonónicos (un par de bostezos para ellos): el comediante humano Carlos Fuentes y el engominado flaubertito Mario Vargas Llosa, banderas mexicana y peruana del boom.

El respeto guardado por Sergio González Rodríguez en "El escritor en su espejo", sin embargo, no deja de celebrarse: para no despotricar (ganas no le faltan y hay arrojo, pero se comprenden y respetan los compromisos que el periodista del Reforma guarda con su objeto), se concentra en la obra temprana de Fuentes y rescata lo rescatable, además de rematar, de manera elegante y cómica su intervención, trazando un parangón entre los epitafios sugeridos de Groucho Marx y nuestro escritor vencido por su propio y hoy flácido fuentismo: "Perdonen que no me levante" y "Discúlpenme por ponerme de pie". Y, sí, coincido con González Rodríguez en su lapidario cierre, que todo lo resume: "Vanagloria de anteayer."

En el caso del ensayo que Patricia de Souza dedica a Marito Vargas Llosa (es una pena que no se haya comercializado ese lindo apodo diminutivo, pero con un Gabito basta), predomina la paja y la lectura temática, no crítica, de la monumental obra completa del fallido presidente del Perú, el único animal realmente político del boom. No hay novedades y sí una celebración desmedida de "Los cahorros", el relato-nouvelle que funciona como evolución de "La ciudad y los perros", de la que Souza poco o nada habla (la meciona casi al paso), y que, para el que estas líneas firma, es la única real sorpresa del fenómeno en su conjunto comercial, una experiencia de lectura que permanece pasadas las décadas (pero la novela no ha sido releída, quizá por sanidad). Más que "El sartrecillo valiente", tendríamos que hablar de "El flaubertito incontinente".

Entre sendos textos, "El vértigo del juego", ensayo de Antonio Oviedo dedicado al real exiliado del boom, condenado a la locura y a no regresar jamás a la isla que lo vio nacer: Guillermo Cabrera Infante, quien, de la mano del ya mentado José Donoso, durante sus años iluminados (al final fue un desastre, pero se le perdona por su desequilibrio cerebral: intentó pasar la estafeta-etiqueta del boom a un precario representante del nuevo y fallido conjunto de escritores que los españoles trataron de vendernos como los estandartes de nuestra latinoamericanidad cosmopolita) fue un tránsfuga de la condición que le fue impuesta, además de un malabarista de palabras y vertidor de lo oral en el papel, despropósito que siempre da como resultado esa alquimia llamada literatura.

Seis autores de los que, llegado el final de la lectura, me quedo con dos que no son ellos, pero que sí se mencionan por allí: el peruano Julio Ramón Ribeyro y el uruguayo Juan Carlos Onetti, quienes junto con un tercero (también nombrado) y un cuarto (ausente, haciendo honor a su quintaesencia), los argentinos Juan José Saer y Antonio DiBenedetto, me parecen los reales representantes de una literatura que es todo menos fome y siútica. Queda, entonces, un dossier pendiente para la rediviva aventura editorial y literaria de La Tempestad. Queda, también, preguntarse de qué estaremos hablando cuando hablemos de literatura latinoamericana en 40 años. Por ahora, apenas se escucha el tenue murmullo de un grillo.

4 comentarios:

nacho dijo...

David: hace rato que no leía algo tan bien elaborado en una reseña crítica. Relaja venir por este pasillo. Saludos. nacho m.

David Miklos dijo...

Gracias, Nacho. Espero que ese número de La Tempestad provoque el diálogo. Pero, francamente, lo dudo: acá todos ignoran lo bien hecho. Saludos, D.

A.V. dijo...

Una pregunta, ¿dónde es acá?

Douglas dijo...

Por coincidencia pensé exactamente lo mismo acerca del homenaje a Vargas Llosa en Letras libres.