19.2.08

Una visita al vacío


1. Lo que más me gustó fue la estructura, esa contra Catedral levantada en un extremo del Zócalo.

Visto desde afuera, el llamado Museo Nómada es una "obra maestra" del reciclaje, en cuyo interior uno esperaría encontrar algo que coincidiera, no sólo estética sino moralmente, con su contenedor.

Digámoslo de entrada y en tres palabras: no es así.

La exposición itinerante Ashes and Snow, conjunto de fotografías, videos y música ambiental --al que se suman una novela epistolar y demás parafernalia dispuesta a los ávidos consumidores del orbe--, es la opus magnum de un personaje visionario llamado Gregory Colbert.

(Conocía la estructura en otra de sus encarnaciones, allende Santa Monica, California; en lugar de la Catedral Metropolitana del DF, el océano Pacífico de fondo, el Museo Nómada sito al costado de un parque de diversiones erigido sobre un muelle, otra atracción más.)

Al interior del Museo Nómada encontramos una serie de fotografías en las que se retrata --impresa en sepia y con el grano tan peculiarmente reventado que nos sentimos ante uno de esas fotografías-ilustraciones que imitan al oleo sobre el lienzo-- una extraña, enrarecida convivencia entre el mundo animal y el humano.

Acompañan a los retratos tres videos, es decir, las fotos en movimiento, y la atmósfera está habitada por una sutil música que recuerda a la que puede escucharse en cualquier Starbucks del planeta, quizá para que uno se sienta en casa allí dentro (aunque aquí pueda aducirse que la mayoría de los espectadores de Ashes and Snow no toman café en Starbucks, lo mismo que no patinan sobre hielo en el Rockefeller Center de Manhattan; tampoco conocerán ni en Nilo ni el Ganges, algunos de los escenarios naturales que sirven de fondo al show).

Hay niños sentados junto a una manada de apacibles guepardos, elefantes que se levantan al paso de una balsa, un águila que vuela y baila con una mujer que agita, danzante, una pluma; hay libros abiertos y ojos cerrados; hay ballenas que surcan los aires y elefantes que flotan ingrávidos sobre un hombre que nada, el propio Gregory Colbert, la bestia última, en su auto retrato. Y hay una voz que explica los videos, una narración que nos dice que, en suma, hay que "soñar con un ojo abierto" (y, por ende, con el otro ojo cerrado)... ¿Se tratará de la vieja metáfora del rey tuerto entre los ciegos?

Otra afirmación en tres palabras: no lo dudo.

Antes de proseguir, una digresión teórica. Un paréntesis, inevitable, acaso.

(2. Hubo un tiempo, una larga época en la que al arte se le demandaba, sin más, belleza. A la belleza se accedía, grosso modo, mediante el virtuosismo, que a veces devenía en genio, o a través del recalcitrante oficio. Lo anterior es evidente tanto en la música como, sobre todo, en las artes visuales, que en dicha época, hoy consumida, se reducían a la pintura y la escultura, representadas por artistas singulares y sus escuelas, luego compuestas por artesanos para siempre anónimos. La belleza como fin llegó a su cenit, digamos, pasada la mitad del siglo XX, como quiere Arthur C. Danto al referirse a Mark Rothko, apunte que este observador del arte comparte. Junto a Rothko están otros pintores, casi todos figurativos e ingleses; entre ellos se cuenta la tríada favorita del que estas líneas firma: Francis Bacon, Lucian Freud --vivo aún-- y Euan Uglow. ¿Es bella la pintura de Francis Bacon, su "abstracta" carnicería? Sí. La belleza no es sólo evidente en aquello que se representa en el lienzo, sino en el gesto que en él se plasma, mediante trazos, colores y luz. Entonces, claro, hay que hacer una distinción entre aquello que es artísticamente bello y aquello otro que no es más que meramente bonito. En el arte --sobre todo en las artes visuales que ya no están reducidas a la pintura y a la escultura, sino a la fotografía, estática y en movimiento, sumadas a una amplia gama de representaciones e intercambios entre disciplinas--, la belleza fue superada por el concepto, por decir algo a manera de sumario, y lo bonito se sumó a la arraigada tradición kitsch de todas las manifestaciones pretendidamente artísticas y que no son más que desplantes, siempre caducos, de pedestre, fugaz espectáculo.)

3. Antes de la estructura, la llegada a ella, poco antes de las nueve de la mañana de un domingo cercano en el calendario.

Una nueva digresión, pues, aunque fuera de paréntesis, ya que forma parte de la experiencia misma.

Constatamos, MP, los niños y yo, que no había que formarse durante tres horas para entrar al Museo Nómada, cuyas puertas apenas abrían y franqueamos sin mayor problema ni espera. Adentro, una fila y una voz desde un megáfono, un anuncio que nos insistía en que circuláramos libremente, y no como hormigas hacinadas, al interior de recinto. Pero la gente prefería la seguridad de la hilera que la desbandada, tal vez extranjeros a la experiencia, al estar dentro de un llamado museo, a contemplar libres de ataduras lo allí expuesto.

Había mucho que ver pero, al mismo tiempo, no había mucho que ver. Así como se sorprendieron ante los animales, los niños pronto se aburrieron y nos pidieron que nos fuéramos sin siquiera ver completo el segundo video, menos aún el tercero: la repetición, ad nauseam, de la cosmovisión megalómana de Gregory Colbert, maestro de la producción en serie, empresario al fin y al cabo, artista de consumo.

Lo bonito, pues, aburre. Más aún cuando se disfraza de arte.

¿Por qué no advertirle a la masa espectadora que lo que contemplará no es más que una variación new age, combinada con world music y aroma a café desafeinado y global de un circo libre de piojos y de riesgos, los felinos realmente domesticados --acaso dopados y, porqué no, sujetos a un no tan sutil proceso de montaje digital-- y el maestro de ceremonias, emperador sin ropaje, desvestido?

El Museo Nómada, sí, responde a su nombre, pero no como un circo que avanza a lo largo de un territorio polvoriento y se instala junto a cada pueblo, sino como cualquier película taquillera que llega, tarde o temprano, a un límpido Cinemex o a un aséptico Blockbuster.

Es gratuito, sí, pero no está permitido retratar la obra. El folleto publicitario de Ashes and Snow, exposición auspiciada por la Rolex Foundation, se vende al público por tres pesos, el objeto más barato de una serie de productos exponencialmente caros.

Si se quiere una foto sin precio de la obra, allí, junto a la proverbial tienda del museo en la que se venden hasta trozos del bambú con el que se hizo la estructura, se han colgado afiches, abigarrados, para que las cámaras hagan lo suyo. Es lo último que uno ve, cuando finalmente deja atrás la nada, ese agujero negro creado por Gregory Colbert y su vacía espiritualidad holística.

4. Afuera, el sol. Y la estructura que, engañosa, se antoja vacía en su relleno.

Estoy seguro que los niños se divirtieron más, lo mismo que nosotros, con el espectáculo que nos ofreció la porra de los Pumas --escoltada por un eficiente cuerpo de policía sin armas de fuego--, que ese domingo jugaban contra Monterrey en el estadio de CU, a bordo del último vagón del metro. Pronto, los bucólicos guepardos quedaron atrás, vencidos por los pumas. Me quedo, pues, con ese recuerdo dominical, la estampa de nosotros cuatro ante la porra.

Y me quedo con la estructura.

Vacía.

Así las cosas.

[PS. Notas complementarias, en el mismo tenor que esta entrada: Roberta Smith, en el New York Times; José Luis Barrios, en Confabulario; y MP, a quien le dedico estas palabras y el rescate de Lucian Freud, en su nuevo blog.]

2 comentarios:

María (ahora en paz) dijo...

Buenísimo. Se nota que fuimos a lo mismo el mismo día, sólo que, ciertas apreciaciones, dichas de distinta manera. Enhorabuena vaquerito. Tengo ganas de releer el texto. Prometo un comentario más amplio.

Anónimo dijo...

Francis Bacon es también uno de mis pintores favoritos. Me identifico con su angustia.

Saludos,