
Así como en Estados Unidos en verano se limpia la casa y se tiran los lastres, yo en otoño renuevo mi espacio virtual. Ahora se me puede encontrar aquí, en Las lecturas y los días. Por allá los veo.

Dediqué la tarde no a saldar mis pendientes (muchos, luego demasiados) sino a atajar un cuento que comencé a escribir hace un par de días, luego de que mi amigo R. me contará de un mal trago que pasó el domingo, en Montevideo. Cuando me relató su acécdota --vida muy vivida o vívida--, le dije que allí leía una historia a ser adulterada por la ficción. Él me respondió que pasado el susto, dejaba dicha tarea en mis manos. Y le cumplí, hoy, luego de la derrota de Uruguay ante Holanda, mientras afuera llovían lágrimas celestes. El cuento, pues, tiene algo de elegía, además de mucho afecto no sólo por R. y su familia, sino por el paisito que, desde mi infancia, me hizo sentirme su nacional, pese a los muchos pasaportes míos que dicen otra cosa. Así como uno elige a su familia, sangre y acta de nacimiento aparte, también uno decide la patria a la que realmente pertenece. En mi caso, hay un río emocional que une al Río de la Plata con el Danubio, con escala en el Adriático triestino. Pero no les contaré mi cuento aquí, tan sólo aprovecho para recordar a mis queridos uruguayos, mi familia, en orden de aparición: Poli, Álex, Mauricio, Sebastián y Yuyo; más tarde Ricardo y, hace no mucho pero como si fuera siempre, Rafael, el hombre de la inicial cuya anécdota se volvió cuento. Y confieso algo: me gustaría que el primer país fuera de México que conociera Anna fuera Uruguay, llegar a Montevideo antes que a Buenos Aires...
1. Anoche, Anna durmió en su cuarto celeste por primera vez; mañana, cumple tres meses y medio con nosotros. Poco tiempo, mucho tiempo: ha rebasado ya los cinco kilos --no dudo que en su próxima visita a la pediatra pese seis-- y pronto medirá sesenta centímetros.
Hoy, luego de una apacible y larga noche (Anna durmió nueve horas) y un breve trayecto de cincuenta minutos al trabajo (generalmente hago una hora con diez minutos, aunque he llegado a hacer una hora y cuarenta), con Rudolf Firkusny interpretando a Leos Janácek como música de compañía y trayecto, llegué a mi cubículo del CIDE a revisar correspondencia, ordenar el número en curso de Istor y, poco antes de las 11, a tomar café (té negro en esta ocasión) con Jean, poco antes de su clase de los lunes/miércoles (o martes/jueves, como en semestres anteriores), tradición que ya data de hace seis años. No era cualquier día, hoy, y Jean se había puesto saco (azul marino) y corbata (roja). Y es que hacia la una, en el Auditodio Santa Fe de la institución que nos cobija, le entregaron el reconocimiento de Profesor Emérito, el primero en los 35 años de existencia del CIDE, gran orgullo para nuestra entrañable División de Historia. Luego de las palabras de un par de amigos de Jean, le tocó el turno de hablar a él, a la vez "nervioso y azorado", como se describió en el momento. En vez de presentar una ponencia sobre el cura Hidalgo, como se leía en el programa del evento, nuestro recién galardonado Profesor Emérito se tomó la libertad de leernos y comentar algunos pasajes de Los pasos de López, la última novela de nuestro muy querido Jorge Ibargüengoitia, allí, a escasos kilómetros del cerro de las Cruces. Gran lección de Historia, hoy. Y que liberen a las mulas, digo yo, aún emocionado por el brillo de un gran faro.
Primer día. El viaje comenzó a las cuatro de la mañana del viernes. El avión, un Boeing de Copa, despegó a tiempo. Tres horas después, la escala en Panamá: fugaz. Y dos horas después, el aterrizaje en La Española, campos de baseball por todos lados, al borde del mar. Hay que pagar diez dólares de cover para entrar al país: República Dominicana nos recibe con un sutil sablazo. Poco puede decirse de Santo Domingo en un primer momento, es fácil caer en falsas impresiones. La ciudad no se deja descifrar de inmediato. Entendemos, sí, que es la capital primada de América. Vemos un fuerte. El asomo de una ciudad colonial. Colón aquí y allá. Un malecón. Mucho ruido. Motonetas. Camiones materialistas. Coches destartalados. Guaguas. Autos de lujo. Una avenida invadida por vehículos de toda procedencia y tamaño. Casinos, de pronto. Grandes hoteles al borde del mar, sin playa. Luego de instalarme en el cuarto, bajar al lobby, salir a la calle, explorar esa parte de la ciudad con mi amiga B. El ruido, de nuevo. El malecón invadido por los gases que exhalan los escapes de los vehículos. El demasiado calor. El mar impasible. De pronto, un pequeño parque. Un anciano en una banca. ¿Sabe dónde queda la zona colonial? La cara de no entendernos. ¿Sabe dónde podemos tomar algo? La sonrisa, la afirmación, la mano que se alza y señala un lugar en contraesquina del parque, más allá del malecón. Es, sí, un colmado. Una suerte de abarrotería con mesas y sillas de plástico en la banqueta. Allí nos sentamos, el mar oculto por un Toyota rojo (destartalado), ante una casa casi en ruinas. Bebemos cerveza en vasos de plástico. Cerveza Presidente. Una primera probada a la isla. La cerveza, pilsner, es muy buena. Las frituras también. Yuca. Atardece. Cede el calor, aunque no mucho. De regreso en el hotel, rendido, leo en la guía que compré antes de viajar a la isla que no hay nada más dominicano que sentarse en un colmado y vaciar un par de botellas de Presidente. Así las cosas, el bautizo en la costumbre magna de la isla ha sido accidental. Comienza, pues, el breve viaje.
Hoy recibimos, Anna, MP y yo, una gran patada en el trasero. Luego de tres horas de espera y una desmañanada atroz (piensen en lo que es despertarse a las seis de la madrugada luego de haberse despertado, antes y esa misma noche, a las tres y media: la lactancia impera), más los varios días que nos tardamos en armar un expediente al que ni caso se le hizo, nos enteramos de que no puedo transmitirle mi nacionalidad estadounidense a mi hija, a pesar de haber nacido allá (y de votar, además de otras tantas gracias que implica ser del otro lado de la frontera). Es la ley. Una ley rara que hace diferente a los ciudadanos de un país que ha amasado, como pocos otros, a una clase media regida por la igualdad de oportunidades y la búsqueda de la felicidad... En resumen, ya que no he vivido cinco años en Estados Unidos (dos de esos cinco años después de los 14), soy un ciudadano de quinta que no puede transmitirle la nacionalidad gringa (esto ya dicho con dolo) a mi progenie (vgr. Anna, que no habrá más que ella). Humillación en estado puro. Lo peor: a uno no lo previenen (y podrían hacerlo), lo hacen pactar una cita, lo hacen llegar media hora antes, le bajan 65 dólares y... lo mandan allí adonde el viento da la vuelta, luego de alzar la mano, jurar y firmar que toda la información que se incluye en las formas rellenas e verdadera. Un asco, pues. Y yo pensaba que ya había tenido mi dosis de humillación la semana pasada, cuando fui a hacerle el cambio de propietario a un coche... Pero no nos distraigamos. Aquí al lado está Anna la no americana. Duerme. Hace gorgoritos de vez en cuanto. Conversa en sueños. Y espera a su próxima dosis de mamá. Cada dos horas, cada dos horas, cada dos horas... Colofón: lo bueno es que los franceses sí quieren a Anna.
Hace once años, Viernes Santo, me atropellaron. Fue un accidente aparatoso del que salí, raspones más, raspones menos, ileso. Esta Semana Santa, he sufrido otra clase de atropellos, desde la humillación de realizar un trámite que me llevó dos veces a la delegación Benito Juárez, cuatro veces a la Tesorería y muchas veces más a Office Max a sacar copias para la insaciable burocracia, hasta el maltrato de un insolente colega de trabajo (hay gente que parece no respetar el profesionalismo ni la seriedad y que, confundida, procede al insulto disfrazado de broma). Un vía crucis íntimo, pues, muy ad hoc con los días que corren. Nada grave, finalmente, menos grave cuando cada mañana abrimos el ojo --mejor aún: el oído-- para descubrir a Anna junto a nosotros. Cada día sonríe más. Cada día está más despierta. Cada día nos ofrece más y más caras nuevas, gestos distintos, sonidos guturales que se asemejan al habla; y así. Entonces no me quejo. Y me voy a guardar.
Hoy, hace un mes, vi nacer a Anna. Eran las siete y media de la mañana cuando nuestro ginecólogo, Raymundo, dijo que el papá se asomara. Y me asomé. Y la vi salir de la entraña de su madre. Cualquier intento por describir el momento en el que contemplé a Anna por primera vez estará plagado de lugares comunes, así que mejor no digo nada. Escuché su llanto. E Isabel, nuestra neonatóloga y pediatra, se llevó a mi hija a su pequeño rincón en el quirófano; minutos después, nos la trajo. De aquel día, siempre recordaré la reacción de MP cuando nació nuestra hija. Las vi a ambas y lo supe todo: esto es el amor; y no hay más que esto, nada se compara con esto en el mundo. Un círculo se cerró; otro se abrió. Y, desde entonces, estoy en franca y serena paz. Todo fluye. Todo esto. Need I say more? No. Enjoy the silence.
Hoy, Anna cumplió 22 días. En la visita a su pediatra, la magnífica I., tuvimos la mejor nueva de la semana: ¡410 gramos más de peso! Así las cosas, Anna come y crece bien; y no podemos pedir más. Mientras Anna crece y come, yo leo, consigo leer un libro: Dejen todo en mis manos, del uruguayo Mario Levrero (gracias, muchas gracias, R.; aún preservo la bella envoltura que protegía los talismanes que me mandaste desde el otro hemisferio); literatura en estado puro, además de una narración muy divertida, una suerte de Kafka sin la densidad praguense, pero con el rigor de Montevideo. Ya quisiera uno escribir así. ¿Por qué no se lee más Levrero? ¿Por qué abunda tanta literatura hispanoamericana insulsa, de ocasión, con ínfulas bestsellerianas y no esta literatura hispanoamericana tan sustanciosa, desde Antonio Di Benedetto hasta Mario Levrero, pasando por Justo Navarro y Juan José Saer? ¿Por qué tanta basura entre nosotros, tan visible y ligera, de mero paso por las mesas de novedades y luego a la trituradora, aunque todos ellos salgan en la foto, una y otra vez, poblando un presente perenne sin real derrotero? Leo, decía, a Levrero. Y una noche, ponemos los 13 mini documentales que acompañan a las ediciones remasterizadas de los 13 álbumes oficiales de The Beatles, aparecidos en 2009. MP ya escribió al respecto en su blog, con Anna, claro está, como epicentro. Ahora esperamos la llegada de los 600 minutos de la Anthology. Ya les contaremos. Por ahora, a celebrar: ¡410 gramos en una semana! No se puede pedir más, insisto. [Más Anna y The Beatles aquí.]
Son las diez y media de la noche, es domingo, acabamos de bañar a Anna. Mientras come, abrazada por MP, yo silbo una canción que, lo confieso, siempre me ha gustado (y ahora más): "Isn't She Lovely", de Stevie Wonder (viene en su disco Songs in the Key of Life, aparecido en 1976: una joya). Sin embargo, pasado el mediodía era otra canción la que escuchaba, muy en tono con mi ánimo de este domingo: "Ain't No Grave", una canción tradicional que le da título al American VI de Johnny Cash, disco póstumo aparecido este año y que contiene otra tanda de composiciones propias y de otros, producidas por Rick Rubin y que demuestran que Cash vivió con una plenitud absoluta: imposible no creerle cada una de las palabras que canta (su cover de "In My Life", de The Beatles, parte de American IV: The Man Comes Around, es más perfecta que la original, más en tono con su letra de ocaso asumido). Todo lo anterior para decir que este fin de semana descubrí que Anna se encuentra más cerca de mis próximos 40 que de su fecha de nacimiento, su irrepetible Big Bang. Pero no ahondaré en esta idea, porque no quiero que se me tome por mórbido. Miremos a Anna: su madre le da palmaditas en la espalda, mientras ella mira todo lo que la rodea, sus ojos cada día más abiertos. ¿No es adorable? Vaya que lo es: nadie se compara con ella.
A Anna le gusta tomar el sol. Desde que llegó a casa, todos los días la llevamos al que será su cuarto --la única recámara de la casa con ventanas que dan al oriente de la ciudad, además del espacio más cálido del hogar-- y, poco antes de las doce, la recostamos, supina, y la miramos disfrutar de su baño de luz y calor. A los cinco minutos, la colocamos de espaldas y la contemplamos cinco minutos más, toda ella iluminada, su piel perfecta y lozana. A Anna no le gusta que la bañemos y, todas las noches hacia las nueve, llora cuando la sumergimos en el agua, apoyada contra alguno de nuestros antebrazos; un día la enjabona MP, otro yo. Luego de sendos baños, hacia el mediodía y cuando la noche comienza, Anna abre los ojos y, desde nuestro abrazo, contempla el mundo que la rodea, nos mira a nosotros, sigue la luz y se distrae con las sombras. Ahora, poco antes de las diez y de que todos nos vayamos a dormir, Anna come. Su mamá le habla, la invita a comer, le dice que se espere y no se duerma, pero Anna se arrulla y su cabecita --nunca había visto una cabeza tan pequeña y tan perfecta-- parece flotar, de súbito suspendida en el tiempo y en el espacio, ajena a todo lo que la rodea, contenida en su propio, inalcanzable mundo. De pronto, Anna sonríe o hace una mueca que nos invita a sonreír con ella. Hoy, a las 7.30 de la mañana, nuestra hija cumplió seis días de nacida.


We don't always have a choice how we get to know one another. Sometimes, people fall into our lives cleanly–as if out of the sky, or as if there were a direct flight from Heaven to Earth–the same sudden way we lose people, who once seemed they would always be part of our lives.



If you really want to hear about it, the first thing you'll probably want to know is where I was born and what my lousy childhood was like, and how my parents were occupied and all before they had me, and all that David Copperfield kind of crap, but I don't feel like going into it, if you want to know the truth. In the first place, that stuff bores me, and in the second place, my parents would have about two hemorrhages apiece if I told anything pretty personal about them.
Yo también estuve allí, up in the air, allá arriba en el aire, entre las nubes, como Ryan Bingham, el protagonista de la película más reciente de Jason Reitman que aquí lleva el título, ridículo, de Amor sin escalas (es todo menos eso, Up in the air). Recuerdo dos etapas de mi vida en las que viaje mucho, tanto que aprendí a dormir a lo largo de un viaje trasatlántico entero, inmune a la turbulencia y a las múltiples molestias de la sección económica de los aviones (nunca, como Bingham, volé en primera clase o en business, salvo en una ocasión, de México a Buenos Aires, el traslado más cómodo de mi vida). Me gustaban, mucho, los aeropuertos. Era adicto a ese tiempo muerto, a esa acumulación de espera y de nada, a la embriaguez solitaria con cerveza en los bares sin atributos de las terminales aéreas, a la vista desde las alturas. No acumulé, como el personaje de Reitman, millones de millas, no: lo mío era abandonarme al limbo, algo parecido a la meditación o a un estado artificial de gracia. Eso sí, cuando viajaba mucho a Los Ángeles y me hospedaba en un reconocido hotel de Beverly Hills, en la recepción me recibían con un sonriente "Welcome Back, Mr. Miklos". Ya arriba, en la habitación, vaciaba el minibar de cerveza y me asomaba por la ventana a mirar el cielo angelino y la insinuación del centro de la ciudad, siempre más allá del paraíso en miniatura que me contenía. Llegué, sin embargo, a padecer aquellos viajes. Recuerdo la hora del desayuno, ensimismado ante unos huevos benedictinos perfectos, azorado ante la hoja en blanco de mi diario, la pregunta "¿Qué hago aquí?" resguardada en el tintero. Ahora, aterrizado, no acumulo más tiempo muerto. Ahora que veo a Bingham me reconozco en él y me despido. Mi vida es otra. Estoy aquí, en el puerto que comparto con MP, en espera de que nuestra pasajera esté ya entre nosotros.
1. Esta mañana, un gran atún aleta azul de 233 kilos se subastó en Tokio: fue vendido por 177 mil dólares, a razón de 760 dólares el kilo. Uno podría vivir varios años de la pesca de un atún como ése, pienso. Aunque en realidad se me hace agua la boca y quisiera probarlo sobre un montecito de arroz al vapor, transformado en una discreta pieza de sushi de pocos gramos (10 gramos del dichoso pescado –y si las matemáticas no me fallan– costarían 7.60 dólares, bastante pagables). Luego pienso: ¿por qué no mejor pescar atunes en lugar de escribir? Y mejor no hago cálculos relacionados con los libros que he escrito.