27.11.08
El libro lleno, la película vacía
1. La película vacía. Anoche, MP y yo fuimos a ver la muy recomendada En la ciudad de Sylvia (2007), del catalán José Luis Guerín (Barcelona, 1960). La película transcurre a lo largo de tres días (aunque dividida en tres noches) y nos muestra a un hombre (Xavier Laffite) que contempla mujeres y las traslada, garabateadas, a su cuaderno. Entendemos, después, que él la busca a ella: una mujer a la que, según dice, conoció hace seis años en el bar Les aviateurs de Estrasburgo, ciudad en la que transcurre el filme. Ubicado en una mesa del café de la Escuela de Artes Dramáticas, él observa a todas las mujeres que allí beben zumos, licores y cafés. Pronto (bueno, no tan pronto: la película es morosa, sedante), él repara en ella (Pilar López de Ayala). Y decide que es Ella, es decir, Sylvie, por lo que, cuando ella deja su mesa y el café, la sigue sin tregua, largamente, por las calles de Estrasburgo --protagonista ulterior del filme--. Tiempo después, lo que se antojan horas, la aborda al interior de un tranvía. Ella titubea cuando él la llama Sylvie y le dice que la conoció seis años antes, en Les aviateurs. Pero nada. Ella, finalmente, dice no ser Sylvie y se queja, le dice que no es grato que a una la sigan así. Él y ella se despiden. Esa noche, él acude a Les aviateurs. Y termina acostándose con otra mujer. Al día siguiente, sí, acude al café de la Escuela de Artes Dramáticas. Su cuaderno, al inicio de la película vacío, ahora está lleno de garabatos, retratos de "Ellas", textos y mapas de la ciudad, a 84 minutos --minutos mágicamente elásticos-- del comienzo. Uno sale del cine, sí, sorprendido: ha visto una película sobre la nada, una suerte de colección de ruidos y rostros urbanos, la mayoría femeninos (es la mirada de él la que lleva la batuta). Y uno descubre, al día siguiente de haber visto En la ciudad de Sylvia, que no puede salirse del filme, de Estrasburgo y su trazo, de los sonidos y vistas de la urbe. Guerín nos ofrece, sí, un cuaderno vacío; nosotros, espectadores, habremos de rellenarlo, con el ruido y vistas de fondo de la ciudad y de la ausencia última de Sylvia, la real protagonista, ausente, lo mismo que con nuestra propia memoria. Algo así.
2. El libro lleno. Ayer, también y antes de ir al cine, terminé de leer, a cincuenta años de su escritura y publicación primera, El libro vacío (1958), de Josefina Vicens (Villahermosa, 1911-Ciudad de México, 1988), una de esas lecturas que, por caprichos de nuestro devenir cotidiano, así como del misterio de la literatura, habíamos pospuesto para un mejor momento, en una y otra ocasión. En fin, que comencé a leer el libro antes de ayer, de pie, en un metrobús hacinado. El libro inquietaba a los demás viajeros. Aunque pequeño, abierto ocupaba espacio vital, se clavaba en las espaldas, en los rostros de los que me acompañaban en el camión. Finalmente, pasada una noche, terminé el libro. Y nada. Es uno de los libros más raros de nuestras letras. Es la historia de José García, un hombre que es todo menos escritor, pero que pergeña sus apuntes en un cuaderno y contempla otro, un cuaderno vacío en el que, llegado el momento (un momento que nunca llega, en realidad), volcará lo que haya de valioso en el primer cuaderno y escribirá un gran libro. Pero José García, ya se dijo, no es escritor. Y he allí la magia de Vicens: El libro vacío exaspera, es árido, su tono es de un existencialismo en apariencia mediocre. Y no. El libro vacío trasciende su medio siglo y, hoy, es una obra fresca --mucho más fresca que, digamos, La región más transparente, de Carlos Fuentes, aparecida ese mismo año de 1958--, referente obligado de nuestra literatura del siglo XX. Un libro siempre lleno, abierto para que entre sus páginas encontremos tanto nuestro reflejo como los motivos literarios más profundos. Lo que si no sé es cuando leeré la otra novela de Vicens, Los años falsos (1982), tan repleto de vacío que he quedado. Eso.
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