
Como el año entrante estará lleno de números redondos, incluido el trigésimo aniversario de la muerte del hombre que anima esta entrada, recordemos a John Lennon hoy, 8 de diciembre de 2009, a 29 años de que fuera asesinado. 29 años ya. Y, claro, es imposible olvidarlo, no sólo a él, sino al resto del cuarteto: George, Paul y Ringo. Hace una semana me compraba la caja de discos remasterizados --en stereo-- de The Beatles, a pesar de la fobia que le tengo a los cds luego del robo de mi colección, hace poco más de un año. Era un momento de paz, súbitamente interrumpido por una llamada de MP: nos habíamos quedado encerrados fuera de la casa. Así las cosas, disfruté la compra hasta el día siguiente; en el ínter, vino el cerrajero, abrió la puerta --luego de aniquilar la cerradura, de cualquier forma inservible-- y arregló el asunto: llaves nuevas, vida nueva (pienso en Graham, el protagonista de
sex, lies, and videotape de Steven Soderbergh --película que este año cumple sus redondos 20--, fóbico a tener más de una llave). En fin. Al día siguiente, encerrado en el estudio, escuché los primeros ocho discos, siempre maravillado por las canciones que conozco --y no-- al dedillo. The Beatles, sí, son algo semejante a Dios: ubicuos en la memoria y en las generaciones. Hoy, los niños los escuchan como si sus discos apenas hubieran aparecido hace unas horas, ayer mismo. Y, sin embargo, escuchan algo que parece existir desde siempre. Pero no ahondaré en la metafísica de la música ni en la divinidad de Lennon, McCartney, Harrison y Starr, no. Recordaré a John el día infausto en el que lo balearon. Me recordaré a mí, de 10 redondos años, en la biblioteca de casa de mis padres, recién enterado de la mala nueva. Todo mal, pensé entonces, y me venció la tristeza. Hoy, sin embargo, Lennon es tan inmortal que no le encuentro sentido a las lágrimas, menos ahora que escucho el
Revolver un par de veces, de ida y de vuelta del trabajo, a un día del aniversario fatal: "Tomorrow Never Knows".