22.5.08

Una década tempestuosa


Tuve noticia de La Tempestad hace poco menos de diez años. Estaba en las antiguas oficinas de Tusquets, en la calle de Edgar Allan Poe, Polanco, cuando apareció un personaje de gruesas gafas y buen ánimo. Aurelio Major, mi entonces editor, me lo presentó: José Antonio Chaurand, director de una revista recién nacida. Nos dimos la mano. Y no volví a saber nada más de dicha revista sino hasta un par de años después: me fui de México y, en Londres, poco me enteré de lo que sucedía con las revistas nacidas por aquella época en el país abandonado: Letras Libres --que vive gracias al respirador artificial que mantiene a Paz entre nosotros, aún--, (paréntesis) --hoy muerta-- y La Tempestad --rediviva--. A mi regreso, me integré de nuevo a la arena editorial periódica. Allí, en las oficinas de una revista cuyo nombre prefiero ni mentar ni recordar, conocí a Nicolás Cabral, director editorial de La Tempestad. Mejor aún: lo reconocí. Poco antes, nos había presentado una persona que, hoy, edita una revista que tampoco hay necesidad de mencionar, porque es casi inexistente. El caso es que Nicolás y yo hicimos migas de inmediato y, pronto, no sólo me volví lector de La Tempestad, sino colaborador y consejero de la revista. Al poco tiempo, Nicolás, no sin antes heredarme a Jorge F. Camacho como asistente compartido, se fue a vivir a Barcelona. Nuestra amistad creció entre epístolas y el socorrido chat vía MSN. A su regreso, La Tempestad había crecido un poco más. Y fue entonces que decidí invitarlo a sumarse a la creación de la revista que hoy dirijo, Cuaderno Salmón, su publicación hermana. Pero sigamos con la revista que aquí nos ocupa y que, en ese lapso, pasó del blanco y negro al color, su diseño se renovó y, para mostrar su sanidad, se desmarcó aún más del Estado, promotor de una revista más apegada al statu quo que a la libertad de letras que en su nombre proclama. En ese lapso también, Chaurand se operó los ojos, dejó las gruesas gafas que lo escudaban y se transformó en un empresario editorial sin parangón en México. Hoy, La Tempestad llega a su número 60 y cumple 10 años. En su portada aparece, en un elegante blanco y negro, Octavio Paz de joven. Su peinado es maravilloso. La pose, también. Genial anzuelo y buscapiés. Pero lo mejor está adentro: cuatro textos sobre Paz --el de Heriberto Yépez es notable-- y seis, mucho más amplios, sobre el tema central del dossier de la revista: el 68 (mayo, no octubre; el mundo, no México). Al final, las palabras de varios amigos y colaboradores de la revista, entre los cuales sobresale la lúcida apreciación tempestuosa de Hugo Gola, misma que suscribo. No la transcribiré aquí: vayan a Sanborns, compren La Tempestad. Y asómense al blog de su nuevo editor virtual, Guillermo Núñez, para leer una sabrosa polémica relacionada con el aniversario que aquí nos reune. Larga vida a La Tempestad. Así las cosas.

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