28.2.10
La vida con Anna, 1
A Anna le gusta tomar el sol. Desde que llegó a casa, todos los días la llevamos al que será su cuarto --la única recámara de la casa con ventanas que dan al oriente de la ciudad, además del espacio más cálido del hogar-- y, poco antes de las doce, la recostamos, supina, y la miramos disfrutar de su baño de luz y calor. A los cinco minutos, la colocamos de espaldas y la contemplamos cinco minutos más, toda ella iluminada, su piel perfecta y lozana. A Anna no le gusta que la bañemos y, todas las noches hacia las nueve, llora cuando la sumergimos en el agua, apoyada contra alguno de nuestros antebrazos; un día la enjabona MP, otro yo. Luego de sendos baños, hacia el mediodía y cuando la noche comienza, Anna abre los ojos y, desde nuestro abrazo, contempla el mundo que la rodea, nos mira a nosotros, sigue la luz y se distrae con las sombras. Ahora, poco antes de las diez y de que todos nos vayamos a dormir, Anna come. Su mamá le habla, la invita a comer, le dice que se espere y no se duerma, pero Anna se arrulla y su cabecita --nunca había visto una cabeza tan pequeña y tan perfecta-- parece flotar, de súbito suspendida en el tiempo y en el espacio, ajena a todo lo que la rodea, contenida en su propio, inalcanzable mundo. De pronto, Anna sonríe o hace una mueca que nos invita a sonreír con ella. Hoy, a las 7.30 de la mañana, nuestra hija cumplió seis días de nacida.
21.2.10
Anna o lo inminente
Anoche soñé que escribía lo que soñaba. En el sueño, la frase que pergeñaba y que daba inició a un relato, era de un nivel de perfección inimaginable, casi orgánica. La frase se construía poco a poco; incluía dos nombres unidos por una conjunción (no los recuerdo; el primero era un nombre de origen anglosajón), los sujetos de la sentencia sometidos a no sé qué acción, a la que seguía una metáfora. Esto soñaba cuando MP me despertó y me dijo que tenía contracciones. No eran contracciones dolorosas y se repetían cada 20 minutos. Pasada la penumbra de la madrugada y una llamada al ginecólogo, reposamos hasta que se asentó el día. Falsa alarma. Aun así, todo es inminente, hoy: mañana nace Anna, nuestra primera (y única) hija. (Molesto, no dejo de pensar en las 10 reglas de escritura del narrador Richard Ford; la segunda dicta: "Do not have children", no tengas hijos. Y siento una especie de odio y compasión: ¿qué tiene que ver una cosa con la otra, escribir y ser [o no ser ] padre? Nada, me respondo. Ford, más que dictar una regla, confiesa una condición: no es padre y, al parecer, así lo decidió: no se concebía escritor y padre a la vez, su obra celosa de su atención casi entera. Eso sí, dice Ford en su primera regla, hay que emparejarse con alguien que nos respete y celebre como escritores. Alguien que vea en nuestra obra a los hijos que no tendremos. ¿Son estas reglas de escritura o caprichos de un escritor en particular? Me inclino por lo segundo y me salgo de este necio paréntesis; afuera, se termina de gestar nuestra Anna.) Todo es inminente, decía, hoy.
11.2.10
John Irving o lo entrañable
Anoche terminé de leer, con cuentagotas, las 554 páginas de Last Night in Twisted River (2009), la doceava y más reciente novela de John Irving. El libro me acompañó durante más de tres semanas y, tal cual, lo fui saboreando hasta llegar al final, un final magnífico, luego de repasar medio siglo en la vida de los Baciagalupo, de mitades del XX a comienzos del que ahora nos contiene. Si mal no recuerdo, llegué a Irving con A Prayer for Owen Meany (1989), la que aún considero su mejor novela, por allí de 1991, por lo que, hecha la aritmética, llevo casi la mitad de mi vida leyendo al escritor nacido en 1942 en Exeter, New Hampshire. Sus novelas han sido llamadas dickensianas y, sí, algo hay de fascicular y decimonónico en el aliento irvingsiano, si bien sus novelas no dejan de ser, por donde se las lea, contemporáneas. Su voz es a la vez literaria y popular, tanto que sus libros aparecen primero en hardcover y, al final del proceso mercadológico editorial, se imprimen en esas ediciones playeras que son los mass market paperbacks. John Irving, pues, vende, lo cual me parece un fenómeno notable. Más allá de los dictados de la moda y de los descalabros de la literatura juvenil, parece existir un amplio nicho de lectores a los que aún le gusta que le cuenten historias. Y que se las cuenten bien, con todas las digresiones y vericuetos necesarios. Pero, sobre todo, con una alta dosis de entrañabilidad, que es en lo que Irving es un absoluto maestro. En Last Night in Twisted River se cuentan las historias de un hombre que pierde a su esposa y se hace de un mejor amigo, de otro hombre que pierde a su hijo y a su padre (huérfano por doble partida), de un tercer hombre que no tiene nada que perder porque lo ha perdido todo, así como de una retahíla de mujeres, muchas de ellas colosales, algunas menudas, que terminan por darle sentido a esa serie de existencias masculinas regidas por el abandono. Pero no diré más, los dejaré con una cita extraída del libro, que también es una hermosa declaración de principios (o bien, un manual de escritura explícito, basado en la experiencia de Irving ante la hoja en blanco):
We don't always have a choice how we get to know one another. Sometimes, people fall into our lives cleanly–as if out of the sky, or as if there were a direct flight from Heaven to Earth–the same sudden way we lose people, who once seemed they would always be part of our lives.
1.2.10
Zagi
Llueve. Es un día festivo. Hace frío. Por la mañana, me desperté temprano y fui a imprimir y encuadernar el manuscrito de mi libro más reciente, un conjunto de relatos y prosas variopintas: lo acabé el domingo 31, último día de enero. Poco antes de las 12.30, llegúe a un café en el que me había citado con mi futuro nuevo editor. Y comenzó a llover. Copiosamente. Mi futuro nuevo editor no llegó. Y regresé a casa. Descubrí entonces que había ido al café equivocado. Un café de la misma cadena. Frente a un parque. En la cabeza, claro, se me había metido el parque equivocado. Una confusión de parques. Llueve y, claro, muero de pena (ya me he disculpado compulsivamente por correo; no tengo el teléfono de mi futuro nuevo editor). Atribuyo mi confusión a la llegada inminente de Anna: hoy comienza la cuenta regresiva. En 22 días nace mi primera hija. Y llueve, afuera llueve y hace frío. Pero aquí estamos MP y yo, adentro, en paz, esperando. Y yo sigo en mi disculpa compulsiva. [El cuadro que ilustra esta entrada se llama Zagi y es de Euan Uglow, uno de mis pintores favoritos. Zagi está en la Tate Britain, adonde yo iba muchas veces durante mi estancia en Londres a contemplarlo. Uglow murió en el 2000, cuando yo estaba allá. Y ahora lo recuerdo, porque he escrito sobre él. Y algo más que, espero, sucederá.]
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