22.9.09
Agua
No llueve. Y luego llueve en demasía. Llueve, dicen, en los lugares equivocados. Ríos y canales se desbordan. Se inundan zonas residenciales. Llueve y la basura obstruye el alcantarillado. Se inunda todo, desde el aeropuerto hasta el periférico. Uno piensa en Tláloc (o en Cthulhu y compañía). Y uno piensa en el lago que le fue usurpado a esta ciudad (aunque en Tlalpan estemos con los pies sobre tierra firme, lejos de las chinampas desvanecidas). Regresa el lago, parece ser. Y aun así, falta el agua, las presas no nos dan abasto, sequía en otras zonas, cosechas venidas a menos, todo el país en crisis por uno u otro motivo. Llueve. No llueve.
21.9.09
El nuevo ropaje del (falso) emperador
Es difícil no indignarse ante el abuso de autoridad, fenómeno que, en México, tiene facetas y variaciones infinitas. Hoy, por ejemplo, releo una nota aparecida ayer en el Reforma, en la que Enrique Krauze hace un engañoso recuento de las novedades editoriales fruto del 2010, año del centenario/bicentenario de la revolución y de la independencia mexicanas. Lejos de ofrecer una lista bibliográfica, el opinionista prefiere atender el fenómeno de manera asaz sospechosa, y se contenta con mentar tres nombres en el rubro dedicado a la novela histórica, el más paupérrimo de los géneros dentro del crisol que nos ocupa. Entendemos que a Krauze le gustan tan sólo tres narradores que reconstruyen tal o cuál momento de la historia: Fernando del Paso, Enrique Serna y C.M. Mayo (que no es otra sino la mujer de Agustín Carstens: siempre valdrá la pena estár en buenos términos con Hacienda, ¿no?). De los dos primeros, menciona un par de novelas que ya no son novedad, una de ellas un real clásico actual: Noticias del Imperio. No me atrevería a decir lo mismo de la novela de Serna dedicada a Santa Anna, aunque la prefiero por encima de cualquier fruto del mercachiflismo editorial que rellena las mesas de novedades con mamotretos oportunistas e intrascendentes, obras hechas al vapor del momento y con el ansia del que busca, sin real éxito, convertirse en un best-seller. Pero no es el estante de la "novela histórica" el real motor de esta entrada, sino aquéllos que Krauze le dedica tanto a la "biografía" como a la "crítica histórica". En el primer apartado, el autor celebra la iniciativa de su propia editorial: "Aunque en México ha habido pocos biógrafos, una nueva generación puede dar buenas sorpresas. Bajo el sello Tusquets, por ejemplo, ya comienza a circular una serie de novedosas biografías." Hasta donde este lector comprende, Krauze se refiere a la colección "Centenarios", misma que, a la fecha, cuenta con apenas una biografía: el magnífico Carranza, de Luis Barrón. El primer libro de la serie se inscribe, más bien, en el segundo rubro: el notable Historia y celebración, de Mauricio Tenorio Trillo, manual de uso/abuso histórico, ocurrente en donde los haya. Sin embargo, Krauze no hace referencia a ellos y deja en las mismas al lector de a pie; tampoco dice que, en dicha colección, se reeditó una versión aumentada del Recordatorio de Federico Gamboa, de Álvaro Uribe, que no es ni biografía ni crítica histórica, sino un muy logrado divertimento de divulgación, revestido de ejercicio de admiración. ¿Por qué procede así el director de Letras Libres? Supongo que, como es habitual en el mexicano, a Krauze le pesa el fruto de un trabajo mejor realizado que el propio; ergo, el ninguneo --o el silencio; o el insulto--, actitud habitual de aquellos incapaces de celebrar tanto a sus pares como a sus superiores, a los que se busca minimizar para pensarse, por omisión y soberbia, por encima de ellos. Así, la autoridad máxima es uno mismo, y, pues, da igual que se vista el disfraz imaginario del emperador de la divulgación histórica, total, todos son ciegos ante su investidura. ["La cosecha editorial del 2010", refrita, puede leerse aquí.]
17.9.09
Farsa, fraude y mermelada
1. Las palabras suelen ser precisas y así como la sangre no es ni un tejido ni un fluido, sino un tejido fluido, la palabra farsa, por ejemplo, quiere decir, si atendemos el diccionario de la RAE:
Pero esto es mera necedad, relacionada con la entrada anterior de este blog, y dejo que el lector/la lectora especule sobre el porqué de la inclusión de este par de definiciones en El salto del salmón. A lo que sigue, pues.
2. Estábamos en el supermercado --el Superama de Renato Leduc y Calzada de Tlalpan, para más señas, en donde se nos va una buena porción de sendas quincenas-- cuando, en el pasillo de las conservas y demás delicias preservadas en azúcar, un frasco de mermelada St. Dalfour --creo que era de cassis; costaba cerca de 50 pesos-- se precipitó al suelo. Esto durante el debate que sostenía con los niños y que consistía en si nos llevábamos un frasco de mermelada Smuckers --la más barata-- o de La vieja fábrica --precio intermedio--, ambas de frambuesas. Justo nos decidíamos por esta última cuando, ay, la mentada mermelada de frutillas oscuras se desplomó.
Quise regañar al niño que se encontraba más cerca del estante, pero no estaba seguro de su culpabilidad; a veces, sin más, las cosas caen al suelo, sobre todo en los supermercados, y supuse que Superama --menudas aliteraciones, su-su-su-- tendría un seguro contra accidentes imponderables. Además, no había nadie a nuestro alrededor, ningún moro en la costa, cero testigos que pudieran demostrar lo ocurrido, que nosotros tampoco sabíamos lo que era. Así las cosas, proseguimos con la compra.
Y volvimos sobre nuestros pasos en no sólo una, sino en dos ocasiones: el corredor de las conservas nos atraía como un imán, y regresamos, primero, por miel, luego, sin querer, por harina, que estaba en otro pasillo, asunto que no nos impidió pasar nuevamente junto al frasco roto, la mermelada derramada, el cassis azucarado, vertido sobre el suelo. A esas alturas de la compra, en la costa ya se habían manifestado un moro --llevaba camisa negra-- y un azul --un guardia de esos que no tienen autoridad más allá de las fronteras del súper--, pero sendos hombres nos dejaron pasar y no dijeron palabra. Buscarán a alguien más, pensamos los niños y yo, y nos encaminamos a la caja.
El total de nuestra compra: 707 pesos con algunos centavos, de esos nuevos centavos ínfimos que se pierden en los bolsillos como náufragos de la economía. Ya sacaba yo los billetes cuando el moro se apersonó en la caja y dijo algo al oído del cajero, por lo que no nos dimos por aludidos. Sin embargo, el cajero nos dijo que teníamos que pagar un frasco de mermelada St. Dalfour de cassis. ¿Por qué? lo increpé. Y entonces sí intervino el moro: Tiene que pagar la mermelada que rompieron los niños. ¿Cómo sabe que fueron los niños y que el frasco no cayó al suelo por voluntad propia? Fueron los niños, insisitió el moro y no pude más que ofenderme. Mire, señor, yo vengo a este súper, como mínimo, una vez por semana y le dejo buena parte de mi quincena, que digo mi quincena, de la quincena de mi mujer también.
El hombre no comprendió mi razonamiento, así que continué: Además, seguramente su súper supermercado tendrá un seguro que cubra dichas impericias de los objetos inanimados. El hombre calló, su silencio tan negro como su camisa. Luego dijo, me ordenó: Pague la mermelada. Yo me insuflé y le espeté: No pagaré nada, usted me cobra ese frasco y yo no regreso más a su súper. El cajero nos interrumpió, me dijo que faltaban siete pesos. Me desembaracé de una moneda de diez y esperé el cambio. Saldada la cuenta, le dije a los niños: Vámonos.
El moro se mantuvo impasible, congelado junto al cajero. Dos guardias de azul obstruían la salida, pero el carrito, amenazante como un galeón pirata, encontró el modo de pasar entre ellos y desfilamos, flanqueados por la ley del súper, los niños y yo hacia la libertad del estacionamiento, lejos de la costa en la que había ocurrido la pequeña catástrofe del cassis.
Apenas arrancamos, los niños salieron de su mutismo y, claro, comenzaron a hacerme preguntas. La más importante de todas no supe --o no quise-- responderla: ¿Qué es el cassis, David?
Fin.
farsa.1. f. Pieza cómica, breve por lo común, y sin más objeto que hacer reír.
3. f. despect. Obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca.
fraude.
1. m. Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete.
2. m. Acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros.
3. m. Der. Delito que comete el encargado de vigilar la ejecución de contratos públicos, o de algunos privados, confabulándose con la representación de los intereses opuestos.
Pero esto es mera necedad, relacionada con la entrada anterior de este blog, y dejo que el lector/la lectora especule sobre el porqué de la inclusión de este par de definiciones en El salto del salmón. A lo que sigue, pues.
2. Estábamos en el supermercado --el Superama de Renato Leduc y Calzada de Tlalpan, para más señas, en donde se nos va una buena porción de sendas quincenas-- cuando, en el pasillo de las conservas y demás delicias preservadas en azúcar, un frasco de mermelada St. Dalfour --creo que era de cassis; costaba cerca de 50 pesos-- se precipitó al suelo. Esto durante el debate que sostenía con los niños y que consistía en si nos llevábamos un frasco de mermelada Smuckers --la más barata-- o de La vieja fábrica --precio intermedio--, ambas de frambuesas. Justo nos decidíamos por esta última cuando, ay, la mentada mermelada de frutillas oscuras se desplomó.
Quise regañar al niño que se encontraba más cerca del estante, pero no estaba seguro de su culpabilidad; a veces, sin más, las cosas caen al suelo, sobre todo en los supermercados, y supuse que Superama --menudas aliteraciones, su-su-su-- tendría un seguro contra accidentes imponderables. Además, no había nadie a nuestro alrededor, ningún moro en la costa, cero testigos que pudieran demostrar lo ocurrido, que nosotros tampoco sabíamos lo que era. Así las cosas, proseguimos con la compra.
Y volvimos sobre nuestros pasos en no sólo una, sino en dos ocasiones: el corredor de las conservas nos atraía como un imán, y regresamos, primero, por miel, luego, sin querer, por harina, que estaba en otro pasillo, asunto que no nos impidió pasar nuevamente junto al frasco roto, la mermelada derramada, el cassis azucarado, vertido sobre el suelo. A esas alturas de la compra, en la costa ya se habían manifestado un moro --llevaba camisa negra-- y un azul --un guardia de esos que no tienen autoridad más allá de las fronteras del súper--, pero sendos hombres nos dejaron pasar y no dijeron palabra. Buscarán a alguien más, pensamos los niños y yo, y nos encaminamos a la caja.
El total de nuestra compra: 707 pesos con algunos centavos, de esos nuevos centavos ínfimos que se pierden en los bolsillos como náufragos de la economía. Ya sacaba yo los billetes cuando el moro se apersonó en la caja y dijo algo al oído del cajero, por lo que no nos dimos por aludidos. Sin embargo, el cajero nos dijo que teníamos que pagar un frasco de mermelada St. Dalfour de cassis. ¿Por qué? lo increpé. Y entonces sí intervino el moro: Tiene que pagar la mermelada que rompieron los niños. ¿Cómo sabe que fueron los niños y que el frasco no cayó al suelo por voluntad propia? Fueron los niños, insisitió el moro y no pude más que ofenderme. Mire, señor, yo vengo a este súper, como mínimo, una vez por semana y le dejo buena parte de mi quincena, que digo mi quincena, de la quincena de mi mujer también.
El hombre no comprendió mi razonamiento, así que continué: Además, seguramente su súper supermercado tendrá un seguro que cubra dichas impericias de los objetos inanimados. El hombre calló, su silencio tan negro como su camisa. Luego dijo, me ordenó: Pague la mermelada. Yo me insuflé y le espeté: No pagaré nada, usted me cobra ese frasco y yo no regreso más a su súper. El cajero nos interrumpió, me dijo que faltaban siete pesos. Me desembaracé de una moneda de diez y esperé el cambio. Saldada la cuenta, le dije a los niños: Vámonos.
El moro se mantuvo impasible, congelado junto al cajero. Dos guardias de azul obstruían la salida, pero el carrito, amenazante como un galeón pirata, encontró el modo de pasar entre ellos y desfilamos, flanqueados por la ley del súper, los niños y yo hacia la libertad del estacionamiento, lejos de la costa en la que había ocurrido la pequeña catástrofe del cassis.
Apenas arrancamos, los niños salieron de su mutismo y, claro, comenzaron a hacerme preguntas. La más importante de todas no supe --o no quise-- responderla: ¿Qué es el cassis, David?
Fin.
15.9.09
Pataletas
A falta de habilidad crítica (para no decir talento), denuncia. Leo en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio que ha hecho de la polémica su tipo de cambio, la nota más reciente de la autonombrada crítica de arte Avelina Lésper: "Farsa en Venecia". Lejos de hablar de la obra que la anima --¿De que otra cosa podríamos hablar? de Teresa Margolles, presencia de México en el pabellón que le fue asignado durante la más reciente Bienal de Venecia--, el texto de Lésper se asemeja más a una chillante orden judicial que a un lúcido apunte crítico: en su indignación conservadora y moralizante, la opinionista deduce que la pieza de Margolles es una farsa. O bien, que de ser una pieza genuina, hecha con los materiales con los que se dice fue realizada --mantas manchadas de sangre fruto de la guerra del/contra el narco--, es un atentado contra la ley. En el primer caso, farsa o no, la pieza de Margolles está dotada de un alto sentido conceptual y de protesta ante el estado de las cosas y contra las instituciones que, a final de cuentas, hicieron posible su existencia; en el segundo, si los materiales son verdaderos y llegaron a su destino gracias a una arriesgado operativo de carácter ilegal, la pieza es doblemente lograda, ya que es fruto de la subversión y no de una postura alineada y acomodaticia ante el devenir del arte actual. Entiendo que la obra de Margolles no pueda criticarse más allá de su manufactura y que el proceso sea parte de la pieza terminada; así las cosas, Lésper parece proceder bien, ya que atiende, en su especulación sin fundamento, ¿De qué otra cosa podríamos hablar? desde su concepción y traslado de México a Italia. Sin embargo, la pretensa crítica no ofrece fuente alguna que constate sus afirmaciones especulativas, que no son, en efecto, nada más que eso: relleno metacrítico. Finalmente y para seguir con su habitual pataleo, Lésper se ensaña con Margolles en el terreno semántico: aduce que la sangre no es un fluido sino un tejido, cuando en realidad se trata de un tejido fluido. En suma, nada y lo de siempre: mucha denuncia, poca crítica. [La nota de Lésper puede leerse aquí.]
9.9.09
Notas de un miércoles a las 8.23 de la mañana
1. Detrás de mí, uno de los gatos juega. No ha descubierto que su cola le pertenece. La persigue. Corre alrededor de sí mismo. De pronto, estalla y escala el sillón, corre de uno a otro extremo del estudio. Maúlla. Se queja ante esa presa inconseguible. Ahora, brinca sobre una caja de cartón. Y allí permanece, adormecido. Se espabila de nuevo. Alcanza mi saco, muerde uno de sus botones. Sale disparado hacia los libros que hay bajo la mesa. Reinicia su periplo, su perenne odisea, una y otra vez.
2. Ayer vimos al bebé de nuevo. 15 semanas. Es cada vez más grande. Y cada vez es más fácil distinguirlo, contemplar la solidez de su fémur, los dedos perfectos de sus manos, la espina dorsal inmaculada, su cabeza, el perfil epifánico de su nariz y de su boca, de la frente que contiene su pequeño, gran cerebro. MP reposa mientras nuestro doctor desliza el "visor" del ultrasonido sobre su vientre. Todo es apacible allí. Momentos después, lo escuchamos. Escuchamos el corazón que late, veloz, mucho más rápido que cualquiera de los corazones adultos que lo contemplamos. Es, entiendo, el sonido de la creación del mundo.
3. La violeta ha florecido por tercera vez este año. Sus flores son de un púrpura profundo, las hojas, en su ordenado desorden, dotadas de un verdor intenso. Pienso en todo lo que ha sobrevivido esa planta, mudanzas y caídas, días sin agua, jornadas de demasiado sol. Yace allí, impertérrita, sobre el escritorio, asomada detrás del monitor que ve nacer estas letras, esta suma de palabras, esta frase que aquí, ahora, termina.
3.9.09
Gray/Phoenix
Recuerdo que cuando vivía en Londres se estrenó, con bombo y platillo crítico, The Yards (2000), del para mí desconocido director James Gray. Si bien siempre tuve la intención de ir a verla, terminé por no hacerlo: algo, supongo, se cruzaba con mi camino cuando me disponía a ir al cine. Nueve años después, finalmente, la vi, junto con MP, en el monitor de esta MacBook en la que escribo. Esto, claro, luego de ver Two Lovers (2008), la película más reciente de Gray y la aparente despedida del cine de Joaquin Phoenix --quien protagoniza todos los filmes de Gray, salvo el primero, y cuya barba envidio--, un actor de la talla de, por decir algo, Sean Penn y Daniel Day Lewis, aunque su perfil y exposición pública sea mucho más discreta que la de sendos actores citados. Una cosa llevó a la otra y, sorprendidos por la manera de filmar del estadounidense, MP y yo también vimos We Own the Night (2007), que de las tres mencionadas es la que más me ha gustado. Nos falta por ver Little Odessa (2004), la ópera prima de Gray, aunque tengo la impresión de ya haberlo hecho... Pero no digo nada. Vean las películas de James Gray. Y lean mi reseña de Two Lovers, aquí.
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