31.12.09
Stray sheep/La última del año
Anoche, ya que el Taro estaba cerrado, fuimos a cenar al Deigo, lugar en el que despedimos a nuestros queridos C y MG que se nos van a vivir a Australia, lejos de todo y cerca de Japón. Termina el año y me encuentro leyendo a Natsume Sōseki, padre de la narrativa japonesa moderna (y, a mi gusto, contemporánea y/o actual). Primero fue Botchan, en una muy amena traducción reciente de José Pazó Espinosa y prologada por Andrés Ibañez. La novela, aparecida originalmente en 1906, fue rescatada por el sello madrileño Impedimenta, cuyo catálogo es notable y su diseño editorial hermoso. Luego fue Sanshiro, en donde todo parece lost in translation a manos de Yoshino Ogata, traductor que vertió la obra al castellano. La edición, también en Impedimenta, es de una calidad dudosa: demasiadas erratas, demasiados problemas de sintaxis y redacción, poca atención del corrector de estilo... Una pena, en realidad, porque la novela, original de 1908, es muy buena y no puede ser más que la piedra angular de todo lo que vendría después en la narrativa japonesa, desde Yasunari Kawabata hasta Yukio Mishima, para luego desembocar en el hoy omnipresente Haruki Murakami. Ya veremos qué pasa con Kokoro (1914), considerada la obra maestra de Sōseki (1864-1916), traducida y prologada por Carlos Rubio y cobijada por el sello de Gredos (hay una primera edición de 2003 y una segunda de 2009: el libro es bello, aunque no tanto como los de Impedimenta (erratas y descuido del texto aparte). Todo esto al ritmo del Trans-Europe Express de Kraftwerk. Así las cosas, feliz año nuevo y que el 2010 sea uno muy bueno. (Si quieren leer una buena crítica de Botchan a manos de Aurelio Asiain, asómense aquí.)
7.12.09
Ecce Beatle
Como el año entrante estará lleno de números redondos, incluido el trigésimo aniversario de la muerte del hombre que anima esta entrada, recordemos a John Lennon hoy, 8 de diciembre de 2009, a 29 años de que fuera asesinado. 29 años ya. Y, claro, es imposible olvidarlo, no sólo a él, sino al resto del cuarteto: George, Paul y Ringo. Hace una semana me compraba la caja de discos remasterizados --en stereo-- de The Beatles, a pesar de la fobia que le tengo a los cds luego del robo de mi colección, hace poco más de un año. Era un momento de paz, súbitamente interrumpido por una llamada de MP: nos habíamos quedado encerrados fuera de la casa. Así las cosas, disfruté la compra hasta el día siguiente; en el ínter, vino el cerrajero, abrió la puerta --luego de aniquilar la cerradura, de cualquier forma inservible-- y arregló el asunto: llaves nuevas, vida nueva (pienso en Graham, el protagonista de sex, lies, and videotape de Steven Soderbergh --película que este año cumple sus redondos 20--, fóbico a tener más de una llave). En fin. Al día siguiente, encerrado en el estudio, escuché los primeros ocho discos, siempre maravillado por las canciones que conozco --y no-- al dedillo. The Beatles, sí, son algo semejante a Dios: ubicuos en la memoria y en las generaciones. Hoy, los niños los escuchan como si sus discos apenas hubieran aparecido hace unas horas, ayer mismo. Y, sin embargo, escuchan algo que parece existir desde siempre. Pero no ahondaré en la metafísica de la música ni en la divinidad de Lennon, McCartney, Harrison y Starr, no. Recordaré a John el día infausto en el que lo balearon. Me recordaré a mí, de 10 redondos años, en la biblioteca de casa de mis padres, recién enterado de la mala nueva. Todo mal, pensé entonces, y me venció la tristeza. Hoy, sin embargo, Lennon es tan inmortal que no le encuentro sentido a las lágrimas, menos ahora que escucho el Revolver un par de veces, de ida y de vuelta del trabajo, a un día del aniversario fatal: "Tomorrow Never Knows".
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