Es la prepotencia y la corrupción de la policía, no el vendedor de droga, lo que humilla al ciudadano, la deslealtad de quienes deberían custodiarnos lo que nos aterra.
Luis González de Alba, "Juárez, el panista" (Milenio, 24 de agosto de 2009).
Luis González de Alba, "Juárez, el panista" (Milenio, 24 de agosto de 2009).
En una de las novelas de la serie Wallander, el investigador sueco maneja bajo los efectos del alcohol. Sabe, claro, que está rompiendo la ley. Es de noche y piensa, sin embargo, que nadie lo detendrá en su camino. Pero no es así. La casualidad quiere que se encuentre con sus colegas en la ruta. Y como Wallander maneja de manera sospechosa, le piden que se detenga. Se detiene. Lo descubren borracho. Y, hecha una advertencia al superior --porque Wallander es superior a todos sus colegas--, lo dejan ir sin arrestarlo. El policía acepta su falta y se marcha con el rabo entre las patas, apenado de lo que ocurrirá el día después. Fin de la anécdota.
Ayer, MP, el Nene y yo fuimos a entregarle su regalo de bodas a mi hermana y su marido. En lo que duró la velada, abrimos dos botellas de un tinto del Duero bastante bueno. Comimos queso, pan, jamón serrano. Y nos fuimos de allí poco antes de la una de la mañana. MP me seguía, íbamos en dos coches. Dimos una vuelta de más a Amsterdam y, de manera impulsiva, me decidí por una ruta que no acostumbro tomar: vuelta a la derecha en Michoacán, a la izquierda en Nuevo León. Craso error.
Había mucho tráfico. Primero, lo pensé causa de algún antro y su ejército de choferes de valet parking. Pero no. El tráfico lo provocaba una redada, la calle disminuida a un carril. Era, claro, la redada del alcoholímetro. Supe, desde el primer momento, que me pedirían que me detuviera. Siempre lo hacen cuando el conductor va solo y, sobre todo, si es hombre. Calculé mi ingesta de alcohol. Y me preparé para lo peor.
Al comienzo del retén, una mujer amable nos pedía a los conductores que abriéramos la ventanilla del coche para, acto seguido, entregarnos un par de panfletos, comentarnos que se trataba del programa de "Conductor seguro" y, finalmente, preguntarnos que de dónde veníamos. Dije que había estado en una reunión familiar, que había tomado vino y que me venía siguiendo MP, embarazada. Y la mujer, sin titubear, me dijo que me detuviera metros adelante, que me harían una prueba. Así, sin más explicaciones.
Me detuve y un hombre me preguntó lo mismo. Le respondí, pues, lo mismo que a la mujer de los panfletos. Amable también, el hombre me ordenó que me bajara del coche y me explicó que me haría una prueba. Sacó una especie de boquilla, la liberó de su cobertura de celofán y la colocó en un medidor. Sople aquí, me dijo el hombre. Soplé, quedamente. Sople más fuerte, me animó el hombre. Soplé un poco más fuerte. Y esperé.
El hombre miraba el aparato, para luego verme a mí. Me preguntó si fumaba mucho. Le dije que no fumaba. Que no fumaba nada. Cuando MP se acercaba a mí --y yo me preparaba para entregarle mi cartera y las llaves del coche, el suyo estacionado más allá del retén--, el hombre me dijo que prosiguiera con mi camino. Y eso fue todo.
Pero no. No fue todo. Primero, me sentí humillado. Luego, me sentí ofendido, para inmediatamente después sentirme intimidado. ¿Qué había hecho yo que ameritara tal detención? ¿No habían cambiado las leyes ya y uno era inocente antes de ser culpable? Por lo visto, no.
Los retenes del alcoholímetro son una aberración disfrazada de un buen gesto para con los ciudadanos, a los que las autoridades dicen proteger. Pero no. A uno lo detienen gratuitamente y de manera groseramente selectiva. Lo detienen cuando viene conduciendo a menos de 10 kilómetros por hora, preso de la fila de coches que avanzan lentamente frente a uno, la hilera de conductores, culpables en potencia todos, que avanzan hacia las manos del inclemente y súbitamente manifestado juez de la ley.
Uno no ha mostrado indicio alguno de que ha bebido --o no-- alcohol. Uno no viene conduciendo a exceso de velocidad, no se ha subido a la banqueta, no ha dado una vuelta en sentido contrario, no ha hecho algu que demuestre que conduce bajo el influjo de sustancia alguna. No. Uno ha sido encerrado antes de cualquier cosa, incapaz de estacionar el coche y, dado el caso de que, en efecto, uno venga borracho, tomar conciencia del asunto y pedir un taxi para no atentar contra la vida de los demás.
Todo mal, pues. Y, curiosamente, hoy me mandan el vínculo al texto de Luis González de Alba del cual extraigo el epígrafe que abre esta entrada.
Todo mal. Y no hay visos de que la cosa vaya a mejorar.
¿Aquí nos tocó vivir? Así las cosas, me gustaría elegir otro lugar --Suecia acaso-- para cruzar el umbral de mi futuro más próximo, junto con MP y los nuestros.
Ayer, MP, el Nene y yo fuimos a entregarle su regalo de bodas a mi hermana y su marido. En lo que duró la velada, abrimos dos botellas de un tinto del Duero bastante bueno. Comimos queso, pan, jamón serrano. Y nos fuimos de allí poco antes de la una de la mañana. MP me seguía, íbamos en dos coches. Dimos una vuelta de más a Amsterdam y, de manera impulsiva, me decidí por una ruta que no acostumbro tomar: vuelta a la derecha en Michoacán, a la izquierda en Nuevo León. Craso error.
Había mucho tráfico. Primero, lo pensé causa de algún antro y su ejército de choferes de valet parking. Pero no. El tráfico lo provocaba una redada, la calle disminuida a un carril. Era, claro, la redada del alcoholímetro. Supe, desde el primer momento, que me pedirían que me detuviera. Siempre lo hacen cuando el conductor va solo y, sobre todo, si es hombre. Calculé mi ingesta de alcohol. Y me preparé para lo peor.
Al comienzo del retén, una mujer amable nos pedía a los conductores que abriéramos la ventanilla del coche para, acto seguido, entregarnos un par de panfletos, comentarnos que se trataba del programa de "Conductor seguro" y, finalmente, preguntarnos que de dónde veníamos. Dije que había estado en una reunión familiar, que había tomado vino y que me venía siguiendo MP, embarazada. Y la mujer, sin titubear, me dijo que me detuviera metros adelante, que me harían una prueba. Así, sin más explicaciones.
Me detuve y un hombre me preguntó lo mismo. Le respondí, pues, lo mismo que a la mujer de los panfletos. Amable también, el hombre me ordenó que me bajara del coche y me explicó que me haría una prueba. Sacó una especie de boquilla, la liberó de su cobertura de celofán y la colocó en un medidor. Sople aquí, me dijo el hombre. Soplé, quedamente. Sople más fuerte, me animó el hombre. Soplé un poco más fuerte. Y esperé.
El hombre miraba el aparato, para luego verme a mí. Me preguntó si fumaba mucho. Le dije que no fumaba. Que no fumaba nada. Cuando MP se acercaba a mí --y yo me preparaba para entregarle mi cartera y las llaves del coche, el suyo estacionado más allá del retén--, el hombre me dijo que prosiguiera con mi camino. Y eso fue todo.
Pero no. No fue todo. Primero, me sentí humillado. Luego, me sentí ofendido, para inmediatamente después sentirme intimidado. ¿Qué había hecho yo que ameritara tal detención? ¿No habían cambiado las leyes ya y uno era inocente antes de ser culpable? Por lo visto, no.
Los retenes del alcoholímetro son una aberración disfrazada de un buen gesto para con los ciudadanos, a los que las autoridades dicen proteger. Pero no. A uno lo detienen gratuitamente y de manera groseramente selectiva. Lo detienen cuando viene conduciendo a menos de 10 kilómetros por hora, preso de la fila de coches que avanzan lentamente frente a uno, la hilera de conductores, culpables en potencia todos, que avanzan hacia las manos del inclemente y súbitamente manifestado juez de la ley.
Uno no ha mostrado indicio alguno de que ha bebido --o no-- alcohol. Uno no viene conduciendo a exceso de velocidad, no se ha subido a la banqueta, no ha dado una vuelta en sentido contrario, no ha hecho algu que demuestre que conduce bajo el influjo de sustancia alguna. No. Uno ha sido encerrado antes de cualquier cosa, incapaz de estacionar el coche y, dado el caso de que, en efecto, uno venga borracho, tomar conciencia del asunto y pedir un taxi para no atentar contra la vida de los demás.
Todo mal, pues. Y, curiosamente, hoy me mandan el vínculo al texto de Luis González de Alba del cual extraigo el epígrafe que abre esta entrada.
Todo mal. Y no hay visos de que la cosa vaya a mejorar.
¿Aquí nos tocó vivir? Así las cosas, me gustaría elegir otro lugar --Suecia acaso-- para cruzar el umbral de mi futuro más próximo, junto con MP y los nuestros.