27.5.08

El boom de Babelia (o un crack de pena ajena)


Hace no mucho tiempo, Babelia era un suplemento literario-libresco respetable, obligado incluso. Uno gozaba de la llegada del sábado. Salía a la calle, caminaba hasta el puesto de periódicos, compraba El País. Regresaba a casa y se desentendía de las noticias, extraía el preciado suplemento y lo leía con un té (o un café) en la otra mano. Hace mucho que ese ritual se suspendió, quizá para siempre. Los sábados no hay más suplementos. Ni los domingos. En algún momento, Babelia se inmoló. Digámoslo con todas sus letras: sucumbió a los designios de Grupo Prisa, uno de los emporios dominantes de la decadente España actual, cuya política, antes de primer nivel, ha sido vencida por la ceguera empresarial y un ánimo de reconquista rampante, vicioso. No leo Babelia, no más, pero tuve noticia de su entrega más reciente, en la que, con la excusa de la Feria del Libro de Madrid, les dio por titular Reinventar América su patético ejemplar del sábado 24 de abril. ¿Quiénes escriben? Autores de Alfaguara, la encarnación "literaria" de Grupo Prisa. Ya se sabe: el papá lelo, Carlos Fuentes, y sus hijastros hispanoamericanos, Jorge Volpi y Santiago Gamboa (está con Seix Barral-Planeta, aún, pero no dudo que un chequecito de Santillana lo convenza de cruzar la tenue frontera que separa a las abarroterías editoriales ultramarinas), el flaco y el gordo que portan graciosos el estandarte narrativo de la reconquistada América Latina. Fuentes unge, una y otra vez, a la misma nómina, en un texto llamado, sin más, "México". Gamboa aporta poco. Y Volpi se hace bolas --o se hace el cándido pendejo-- al hablar del boom y los que lo combatimos: elige los argumentos equivocados --cuatro de ellos-- y no menciona la palabra mercado en parte alguna de su aportación al mentado suplemento. Pero lo más intragable es el texto que lleva la batuta, "América Latina pasa la página", firmado por un tal Winston Manrique Sabogal --al que no se le otorga ficha biográfica--, que más parece agente de agentes que otra cosa. Y es que, francamente, una cosa queda clara: la literatura verdadera que se hace en América Latina se encuentra lejos de cruzar el Atlántico. Mejor mirar hacia el sur. Allende la península, la Madre Patria, todo es carne de mercachifle, salvo contadísimas excepciones. No sé, por otro lado, porqué manchan a Juan José Saer y a Antonio Di Benedetto de toda esta mierda. Quizá porque están muertos. Tal vez porque no sean la justa competencia a las ineptas plumas que habitan el flácido suplemento cuyo nombre sería mejor olvidar. Ayer murió Sydney Pollack (1934-2008), director de cine, actor casual. Así las cosas.

22.5.08

Una década tempestuosa


Tuve noticia de La Tempestad hace poco menos de diez años. Estaba en las antiguas oficinas de Tusquets, en la calle de Edgar Allan Poe, Polanco, cuando apareció un personaje de gruesas gafas y buen ánimo. Aurelio Major, mi entonces editor, me lo presentó: José Antonio Chaurand, director de una revista recién nacida. Nos dimos la mano. Y no volví a saber nada más de dicha revista sino hasta un par de años después: me fui de México y, en Londres, poco me enteré de lo que sucedía con las revistas nacidas por aquella época en el país abandonado: Letras Libres --que vive gracias al respirador artificial que mantiene a Paz entre nosotros, aún--, (paréntesis) --hoy muerta-- y La Tempestad --rediviva--. A mi regreso, me integré de nuevo a la arena editorial periódica. Allí, en las oficinas de una revista cuyo nombre prefiero ni mentar ni recordar, conocí a Nicolás Cabral, director editorial de La Tempestad. Mejor aún: lo reconocí. Poco antes, nos había presentado una persona que, hoy, edita una revista que tampoco hay necesidad de mencionar, porque es casi inexistente. El caso es que Nicolás y yo hicimos migas de inmediato y, pronto, no sólo me volví lector de La Tempestad, sino colaborador y consejero de la revista. Al poco tiempo, Nicolás, no sin antes heredarme a Jorge F. Camacho como asistente compartido, se fue a vivir a Barcelona. Nuestra amistad creció entre epístolas y el socorrido chat vía MSN. A su regreso, La Tempestad había crecido un poco más. Y fue entonces que decidí invitarlo a sumarse a la creación de la revista que hoy dirijo, Cuaderno Salmón, su publicación hermana. Pero sigamos con la revista que aquí nos ocupa y que, en ese lapso, pasó del blanco y negro al color, su diseño se renovó y, para mostrar su sanidad, se desmarcó aún más del Estado, promotor de una revista más apegada al statu quo que a la libertad de letras que en su nombre proclama. En ese lapso también, Chaurand se operó los ojos, dejó las gruesas gafas que lo escudaban y se transformó en un empresario editorial sin parangón en México. Hoy, La Tempestad llega a su número 60 y cumple 10 años. En su portada aparece, en un elegante blanco y negro, Octavio Paz de joven. Su peinado es maravilloso. La pose, también. Genial anzuelo y buscapiés. Pero lo mejor está adentro: cuatro textos sobre Paz --el de Heriberto Yépez es notable-- y seis, mucho más amplios, sobre el tema central del dossier de la revista: el 68 (mayo, no octubre; el mundo, no México). Al final, las palabras de varios amigos y colaboradores de la revista, entre los cuales sobresale la lúcida apreciación tempestuosa de Hugo Gola, misma que suscribo. No la transcribiré aquí: vayan a Sanborns, compren La Tempestad. Y asómense al blog de su nuevo editor virtual, Guillermo Núñez, para leer una sabrosa polémica relacionada con el aniversario que aquí nos reune. Larga vida a La Tempestad. Así las cosas.

14.5.08

Ola/Shul

1. Cuando estaba triste me iba a caminar a Holland Park, para luego sentarme en una banca del Kyoto Garden. En mi recorrido me topaba con una ola. Una gran ola de metal. Una ola furiosa, calma en realidad. Me detenía y contemplaba la ola. Luego proseguía con mi andar y llegaba al jardín japonés a meditar, a sopesar mi vida en Londres. Un día, la ola no estaba más allí. Esto sucedió entre los años 2000 y 2001.


2. A tres años de mi regreso a México, pude sentarme a (re)escribir mi primera novela, La piel muerta. Una novela en la que el mar, ausente, es una omnipresencia. Un año después, conseguí desprenderme de mi segunda novela, La gente extraña, en la que el mar es el personaje principal del libro. El mar y una ola esculpida en metal, desplazada de la costa.

3. El libro llamó mi atención mientras subía por una escalera eléctrica de la Barnes & Noble de Santa Monica, California (llevaba el manuscrito de La gente extraña conmigo; lo terminé de corregir sentado en una banca con vista al océano Pacífico). Tanto llamó mi atención que bajé de nuevo y me acerqué a la mesa de novedades para tomar un ejemplar de A Field Guide to Getting Lost, de Rebecca Solnit. Cosa rara en mí, lo leí casi de inmediato. Supe entonces lo que era un shul (la palabra es tibetana): "the impression of something that used to be there", la impresión, en un sentido de registro, de algo que solía estar allí.


4. Hoy por la mañana recibí el siguiente correo:

I confirm that I am the sculptor who made 'Kanagawa', the bronze wave that was exhibited in the 'Bronze Exhibition' in Holland Park in the millennium year.
Regards
William Pye
5. Contemplo, de nueva cuenta, la ola que miraba en Holland Park. Ahora, sé que es un homenaje a la Gran ola de Hokusai (1826-1833).


6. Hoy mandé la versión definitiva de La hermana falsa, con correcciones, a mi editorial. El libro se formará estos días. En sus páginas, aparece aquella ola esculpida en metal --esa ola y su ausencia, también--, desplazada de Holland Park a mi novela. Los protagonistas llevan todos el mismo apellido: Shul.

7. No he vuelto a Londres. Pero Londres siempre vuelve a mí. Una ola que rellena el shul, la huella de la ciudad en mí.

8. Así las cosas.

11.5.08

Mi culo expuesto


Sólo para contarles que mi culo ha sido visto 211 veces.

El bienpensante

Ahora en Buenos Aires conocí --soy generoso: en realidad padecí-- al viejo editor de una revista bienpensante, una publicación cuya antigüedad suma una decena de años, poco más, poco menos. El calificativo viejo lo enorgullecerá: para dicho editor, las revistas son como el vino, por más que se hayan convertido en vinagre; las revistas jóvenes --y exclusivamente críticas o literarias, esa necia, indestructible epidemia--, por su parte, no son dignas de tomarse en cuenta dentro de su registro de intereses y conveniencias. Imposible dialogar con él si se es joven: sus oídos se cerrarán, no tendrá reparo en interrumpirnos --mejor aún: en callarnos-- y buscará a otro editor bienpensante para departir con él. El viejo editor bienpensante es, también, latinoamericano, aunque gustaría de ser otra cosa, acaso norteamericano. Ya se sabe, uno de esos editores más preocupados por las pretendidas luminarias bienpensantes que engruesan su agenda y le dan fe de mercado a las páginas de su revista --escritores de fama y ánimo mercachifle--, y menos preocupados por la cultura que, en un principio, anima sus fingidamente contestatarias publicaciones, todas ellas con títulos que apelan a la libertad de expresión o al reto. Además de publicar y cortejar zalameramente a autores del establishment, este viejo editor bienpensante es adicto al concepto festival cultural: gusta de darle la mano, digamos, a Joaquín Sabina, y reunir a editores y periodistas en divertidas ciudades con playa, con el ánimo de que se vendan 100 o 300 ejemplares más de su revista y su termómetro de popularidad suba al tope. Un viejo editor bienpensante que cree fielmente haber llegado a las alturas de The New Yorker --revista a la que emula y celebra, sin darse cuenta de que una revista así es impensable en nuestros terruños del sur--, pero que tira menos de 20 mil ejemplares de su propio y descafeinado bodrio y no venderá más de cinco mil. Su fin último será cruzar el Atlántico. Y ser reconquistado por la Madre Patria. Un viejo editor bienpensante, nada más que eso. El nombre se lo pueden poner ustedes. Puede ser cualquier viejo editor malpensante: sobran, nos faltan dedos para contarlos. Así las cosas.

8.5.08

La hermana falsa

8 de mayo de 2008: hoy mandé el manuscrito final de La hermana falsa a mi editorial. Acabé la novela en el cuarto 309 del hotel Bel Air de Buenos Aires, adonde ahora me encuentro. La ilustración de la portada, J. F. H. with her Portrait, es un cuadro de Alex Kanevsky: me cedió los derechos. El libro verá la luz en julio, bajo el sello de Tusquets, y significa el final del ciclo iniciado con La piel muerta (2005). Fuit. Así las cosas.