28.8.07
24.8.07
Las batallas silenciosas de Carlos Reygadas
1. La primera escena es contundente. Una advertencia, acaso. Una mujer hermosa fela a un hombre, para decir lo menos, feo. Primero lo vemos a él, su cara. Luego a ella, el revés de su cara, la cabellera enmarañada. [Aquí arriba puede verse a los protagonistas, los actores no profesionales Anapola Mushkadiz y Marcos Hernández.] La cámara se mueve hasta que vemos el perfil de ella, pero no su boca en el pene de él. De pronto, un corte sutil, un puente que nos lleva a ver la felación desde el costado de él. Creemos, brevemente, que la escena, literal introducción a Batalla en el cielo (2005), de Carlos Reygadas, no será explícita. O más explícita. Sin embargo, aquello en lo que, quizá pudorosamente, confíamos, es vencido por la engañosa cámara, que, tras otro sutil corte, se ubica, cenital, desde la mirada del hombre felado y nos deja ver su pene, gordo como él, dentro de la hermosa boca de ella, los ojos y la pequeña, bella nariz nos miran de frente. Corte a negro, títulos de entrada y comienzo de la película. A esta altura de la batalla, los que se sintieron provocados u ofendidos ya habrán dejado la sala. No nos molestarán con sus suspiros de asco o incredulidad ante lo que sigue. Y lo que sigue, aunque grotesco, no es provocador. Ni pretencioso. Es, en una palabra, humano. Y, en otra, deliberadamente inverosímil. O no. Pero eso, en realidad, no importa. Importa todo lo demás. Es decir: la película. Que es, con mucho, una de las mejores del cine mexicano reciente (y de las últimas dos o tres décadas).
2. Antes de Batalla en el cielo, Japón (2002), el renombrado debut de Reygadas (ciudad de México, 1971), film que obtuvo la Cámera d'Or en Cannes (su segunda batalla fue nominada a la Palma de Oro, debe anotarse). Refugiado bajo el seudónimo de Darío Lapi, escribí en una añeja edición de la revista La Tempestad (número 30, mayo-junio de 2003): "[En México] El llamado cine de arte parecía superado (o vencido). Sin embargo, con la aparición de la ópera prima de Carlos Reygadas, Japón, renace la idea de un cine mexicano de corte exquisito. Si bien Reygadas filma a ratos con cierta torpeza y candidez, es indiscutible que Japón merece el premio que se le otorgó." Al final de la nota condenaba a Japón de bucólica ad nauseam y celebraba la secuencia conclusiva de la película, notable recreación de un accidente de tren, en el que la cámara sigue, silenciosa, las vías, y muestra el callado saldo de la catástrofe. Quizás entonces me venció la impaciencia (aunque no la inverosimilitud del encuentro sexual entre un pintor de 40 y pocos años y una anciana de un pueblo-oasis de Hidalgo; insisto: Reygadas es un maestro de la "realidad metafórica", por decirlo de algún enrarecido modo); ahora, intentaré contemplar Japón con otros ojos, en espera de la sonada Stellet Licht/Luz silenciosa (2007), si bien recuerdo con nitidez el momento en el que la vi por vez primera (y única) en compañía de mi hermana –recuerdo todo lo que me hizo sentir la película: una calma, deslumbrada perplejidad ante el desde entonces silencio luminoso de Reygadas–, lo mismo que me viene a la memoria el momento en el que me refugié tras el nombre de Darío Lapi y escribí la breve nota crítica que, hoy, firmaría con mi nombre, como hago con ésta.
3. Alejado del trío galaxia del nuevo cine mexicano (y, sobre todo, en las antípodas de las producciones del "búfalo" bicéfalo del Alí Babel y el Cazador Cazado, es decir, el Negro Iñárritu y el sin apodo Arriaga, que confunde bisonte con un animal que sólo existe en inglés), Reygadas es la anomalía, autor único dentro de un cuarteto en el que, desde este lado de la trinchera artística, sobran tres. Pero no los confundo más con mi fallida aritmética y regreso con mi tardía crítica a Batalla en el cielo, que entre más la recuerdo más bien me hace sentir. Pasada la felación inicial, entendemos que Marcos y su esposa sin nombre secuestraron a un bebé. Marcos es chofer de un general, cuya hija es Ana, la feladora, una prostituta de la alta sociedad (secreto, claro, que sólo conoce el ensimismado Marcos). Todo esto, sin embargo, es intrascendente. Habrá más sexo, sí, muy explícito: veremos a Marcos embestir por detrás a su esposa, aún más fea que él. Veremos también a Marcos embestir por detrás a Ana, quien sonreirá y dirá "Cálmate, Marcos" (¿o es "No tan fuerte, Marcos"? Lo que sea: sobran las palabras, sigamos con lo que veremos). La veremos a ella, hermosa, encima de él, luego a su lado, como puede contemplarse aquí arriba. Habrá close-ups de los genitales de ambos. Y habrá, más allá de la intimidad de los cuerpos, el encuentro epifánico de Marcos con no sabemos bien qué –un absoluto, Dios o higher power, siempre silencioso–, primero en las alturas de un cerro desde el que se ve, lejanos, nuestro par de volcanes nacionales, luego enmascarado y amarrado tras llegar de rodillas, sangrante, a la Basílica de Guadalupe, decidido a entregarse a las autoridades, en el sentido más amplio de la palabra. Veremos también escenas barrocas de nuestra barroca ciudad, estampas notables de las clases bajas y las pudientes. Veremos todo eso y, de nuevo, los cuerpos que se encuentran de nuevo, uno para asesinar al otro, la sangre derramada. Y, al final, de nuevo, el encuentro del principio: la felación, ahora sí del todo explícita y, comprendemos, en una suerte de limbo celestial, acompañada de palabras de afecto: "Te quiero, Marcos" y "Te quiero, Ana". Corte a negro. Títulos finales. El silencio. Ese silencio siempre luminoso de Carlos Reygadas, nuestro auteur único. [Continuará...]
[PS. Aquí debe anotarse que intenté rentar Batalla en el cielo en el Blockbuster de la colonia Nápoles. Me dijeron que no estaba a la renta, aunque yo la había visto en la pared de cine de arte no hacía mucho tiempo. Me dijeron que estaba a la venta. Pregunte la razón de esto. Me dijeron: "Es que nadie la renta." Indignado, incluso aún antes de verla, la compré. 99 pesos. Los vale enteros; y más.]
Grace Paley (1922-2007)
22.8.07
22
No sé en qué momento el número 22 comenzó a tener relevancia en mi vida, en mi devenir cotidiano. Todo, es decir, la importancia del número 22, desembocó en la escritura de un cuento, aún inédito, que terminé de revisar hace apenas algunas semanas. Un cuento, claro, llamado "22". En algún momento del cuento, el protagonista, que narra en primera persona, tiene fiebre y sufre un delirio. Todo es 22. Piensa, entonces, en el número como símbolo, casi un ideograma, de su familia compacta: sus padres, él, su hermana: dos y dos: 22. De allí pasa a pensar en la ruta 22, en el camión, un viejo Routemaster rojo, double decker, de los que ya no circulan más en Londres y que, cuando él, el narrador de "22", vivió allí, lo llevaba de Parsons Green a Green Park, de su casa a su oficina (de regreso solía usar el tren subterráneo, pero eso no lo dice, eso lo digo yo, que tengo algo del narrador de "22"). Pero no sólo hablo de esa ruta en "22", también lo hago en La piel muerta, mi primera novela, en donde la ruta 22 tiene un papel fundamental: uno de los protagonistas no se atreve a conocer a una mujer que viaja junto con él todas las mañanas, de Parsons Green a Hyde Park Corner, aunque en la novela no se mencionan ni Londres ni las estaciones ni nada, sólo el verdor de los parques y la profundidad de las vistas invernales, las copas de los árboles sin hojas, los narcisos (daffodils) amarillos que se asoman a ver nacer la primavera, lluvia y más lluvia como hoy. ¿Ya me puedo ir? [La imagen es de Jeffrey Jaye: 22 Routemaster London. La encontré luego de escribir esta entrada.]
21.8.07
20.8.07
Mis balcones vacíos
Hoy sucedió algo que despertó mi recuerdo. Un par de recuerdos, en realidad. Hoy, la vecina de abajo (en realidad, la sobrina de mi vecino, una alemana de paso por México) se quedó encerrada en su balcón. Las puertas que dan a los balcones de estos departamentos sólo se abren desde adentro, debo anotarlo. El caso es que la amiga de la sobrina de mi vecino tocó a la puerta. Al interfón, en realidad. Había visto a su amiga en el balcón, había regresado a casa, no tenía llaves. Bajé a abrirle, subimos al departamento, salimos al balcón (a mi balcón, se entiende, arriba del balcón-cárcel) a ver a su amiga. Hablaron un poco. Bajamos e intentamos abrir la puerta del departamento, sin éxito. Salí a la calle en pos de un cerrajero, aquí a unos pasos. El cerrajero me dijo que iría al edificio en 15 minutos. Regresé. Le dije a la amiga de la sobrina de mi vecino que subiera a la casa, a mi balcón, para platicar con su amiga encerrada, y trabajé hasta que llegó el cerrajero. Llegó el cerrajero (media hora más tarde). Abrió la puerta del departamento de abajo. Liberamos a la amiga encerrada en el balcón. Despedimos al cerrajero. Bebimos una cerveza. Y, mientras bebíamos y platicábamos, yo pensaba en mis otros balcones, vacíos en mi memoria. El primero es En el balcón vacío (1961), una película de Jomí García Ascot. Jomí era padre de unas compañeras de la primaria, y organizó una proyección de su filme en casa de mis padres, hacia 1976 o 1977. Es la primera experiencia cinematográfica que recuerdo. Y es curioso, porque muchos años después conocí a un par de sus protagonistas, las hermanas García Bergua. Hay un balcón de pronto vacío. Es todo lo que recuerdo. Pero también recuerdo el par de balcones que hay en casa de mis padres, la casa en la que crecí, en la que viví hasta los 23 años. Ellos aún viven allí, aunque ya no es mi casa, una casa vacía de mí. Regreso a los balcones, sin embargo. Un día, el cuarto de mis padres se cerró por dentro. Nadie se quedó encerrado, más que la habitación en sí. Mi madre, valiente, pasó del balcón de mi cuarto al suyo, un acto heroico que me pareció trascendental en extremo. Tanto que decidí fundar un periódico dedicado a los eventos extraordinarios que, a partir de ese día, tendrían lugar en mi casa (mi antigua casa). Hice de reportero, entrevisté a mi madre, creé la primera edición del Diario de la familia Miklos. Pero nada. Al día siguiente no ocurrió nada excepcional. Y comencé a escribir ficción. Así las cosas con los balcones. Mis balcones vacíos. ¿Ya me puedo ir?
19.8.07
Sobre la incontinencia
Le pregunto a mi amigo G. si no cree que sube demasiadas entradas a su blog, que si no le da miedo que sus lectores no las atiendan. Me dice que, en realidad, muchas de esas entradas las escribe solamente para él. Y comprendo. A mí también me dan ganas de subir muchas entradas, fotos del pequeño emperador, frases sueltas, textos más largos, como aquél con el que inicié este nuevo espacio y que, en realidad, me gustaría que permaneciera, libre de distracciones, aquí arriba. Pero no. Me gana, lo mismo que a G., la incontinencia. Será, acaso, una grafomanía (e iconomanía) celebrable, o condenable, tras la aparición del blog. O no. Tal vez no sea más que algo intrascendente. Da lo mismo. Sólo sé que ésta no es la entrada que quisiera subir, hoy, al final del domingo. No. Pero no diré lo que quiero subir a este espacio. Lo escribiré, incontinente, en un segundo o en varios días. Para el caso da lo mismo. ¿Ya me puedo ir? (Esto, claro, se lo dedico a G., que no sé qué hace, si pensar en el resplandor que mana de un cuarto de hotel o en la luz reflejada sobre la nieve de su pasado no tan lejano.)
16.8.07
Husbands and Wives
Anoche vi Husbands and Wives (1992), una película de Woody Allen a la que no regresaba desde su estreno, sobre todo porque no la había conseguido en dvd. El fin de semana pasado, sin embargo, estaba allí, en Gandhi, a un precio ridículo y, pues, me hice de una copia. No sabía lo que me esperaba. O bien: no soy el mismo que era hace 15 años, cuando tenía 22 y Husbands and Wives estuvo, brevemente, en la cartelera mexicana. O, más probablemente, en la Muestra Internacional de Cine. Sí, eso. Pienso en el año, 1992 o 1993 (aquí las películas de Allen solían llegar con un año de retraso), pienso en la persona que, entonces, me acompañaba al cine. Mejor no recuerdo más, porque no diré nada de ese pasado, y me concentro en la película que anima esta primera entrada de este blog que no sé cuánto tiempo vivirá. En fin. Decía: Anoche vi Husbands and Wives, de Woody Allen. Todo comienza, de manera vertiginosa y gracias al ojo inquieto de una cámara de mano, en el departamento neoyorquino de una pareja. Hablan, cosa curiosa, de la escritura. Él es profesor de escritura creativa; ella, editora en una revista de arte. Él dice que es ridículo enseñarle a escribir literatura a alguien, que lo más que puede hacerse es soltar pistas, lecturas, etcétera. Pero que enseñarle a escribir literatura a alguien es imposible. Ella se burla un poco de él, más cándidamente que con sorna. Le dice que él tiene expectativas muy altas. Él se defiende, pero termina haciendo alguna broma para salir del paso y, entonces, llega otra pareja al departamento. La segunda pareja les anuncia, de manera relajada, que han decidido separarse. Y ella, la esposa de la primera pareja, se altera. Cambio de escena y cambio de recursos: la cámara fija, una cámara que entrevista. Así, sucede el resto de la película: escenas de los matrimonios, entrevistas a sus miembros (y a un ex esposo que aparece siempre para romper la tensión); se conversará con todos menos con la joven estudiante de escritura creativa, falsa musa del marido del primer matrimonio, acaso ajena al real devenir del matrimonio o de las ideas de matrimonio que en la película se abordan. La pareja que se separa volverá a unirse. La pareja unida se separará. Uno de los protagonistas quedará solo. Y, al final, cuando lo entrevistan, se agotará el tema del matrimonio, se pasará al tema de la escritura. Él, entonces, comprenderá que todo ha llegado a su fin. Le dirá al entrevistador: "¿Es todo? ¿Puedo irme?" y la escena se irá a negro, sonará "What Is This Thing Called Love" y aparecerán los créditos. Fin. Hoy por la mañana, temprano, luego de dormir ocho horas casi exactas, recuerdo la película. Me gusto más que la primera vez que la vi. Y una escena permanece, una escena casi fugaz, un flashback en el que el escritor recuerda a la mujer que, según él, más ha amado, una tal Harriet que sale, de pronto, mirando y acercándose a la cama, mientras se peina el pelo, mojado, hacia atrás. El escritor la describe, habla de su relación con ella, un animal sexual, y termina el recuerdo diciendo que ella acabo hospitalizada en una institución para enfermos mentales, quizá por su intensidad y su voracidad vital. Harriet, entonces. Me recuerdo viendo el cast, buscando su nombre. Harriet: Galaxy Craze, el nombre, real, de la actriz, nacida en Inglaterra en 1971. Una actriz siempre secundaria que, en 1999, publicó una novela: By the Shore. No la he leído. Quizá nunca lo haga. ¿Ya me puedo ir?
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